viernes, 24 de julio de 2009

De rerum natura, Lucrecio


“Hay en el hombre una fibra de veneración”. La cita es de Goethe. Schopenhauer la recogió en uno de sus aforismos a modo de crítica: Hay personas y cosas poco venerables que el vulgo se encarga de ensalzar, tratando de satisfacer esa especie de instinto que señala la cita. Apuntaba a la nobleza, a las familias reales; apuntaba al dinero.

La vida humana, que se ha vivido tantas veces, ha sabido, con pocas variantes, hacer algo único de cada existencia. Cuando un hombre corona alguna cima del pensamiento o de la acción, los demás se interesan por su vida, y, si no llegan tarde, las biografías resultantes suelen ser amplias y contener detalles microscópicos. Leía recientemente en una revista de música cómo unos investigadores valencianos veían la presencia del plomo en algunas de las composiciones de Beethoven. La estancia del enorme Rimbaud en África, su convivencia con una mujer abisinia, su silencio, no han llamado menos la atención que las jóvenes (pero inmortales, ¿era Bolaño quien asociaba la gran poesía a la juventud y citaba a Rimbaud, y citaba a Lautreamont?) creaciones del poeta de Charleville. Bueno, bueno…

De la vida de Lucrecio se sabe muy poco, casi nada. Vivió en el siglo I a. de C., fue contemporáneo de Cicerón y de Catulo. Se dice que se intoxicó con un filtro de amor y anduvo enfermo de la cabeza (con periodos de lucidez y recaídas) hasta su muerte. Se dice que se suicidó. Joven: 43-44 años. Nos dejó De rerum natura, un título corto para una obra vasta, en extensión y en propósitos.

De rerum natura quiere explicar el mundo en 6 libros. Lo logra, con el arte de los versos. Está dirigido a un tal Memmio y tiene un marcado carácter didáctico. La altura poética y una aguda observación del mundo se unen para formar un libro fabuloso. Se citan nombres célebres. Epicuro y Demócrito (Leucipo no recuerdo haberlo leído) son los que salen ganando; Empédocles, Anaxágoras, Pitágoras, Heráclito son los otros, por los que Lucrecio siente una devoción variable.

Este libro acepta alabanzas que en muchos otros serían exageradas. Cito a Ovidio: “Los versos del sublime Lucrecio morirán sólo cuando un día traiga el fin del mundo”. Cito a Schlegel: “El es el primero de los poetas romanos por inspiración y sublimidad, como cantor y descriptor de la naturaleza el primero de entre todos los que nos han llegado de la antigüedad”. Hay otros que han reconocido la influencia de Lucrecio en sus obras: Séneca, Pope, Diderot, Goethe, La Fontaine, Montaigne, Swinburne, Newton, Bruno, Moliere, Ronsard, Leopardi, Shelley… Una lista interminable.

Muchas veces se ha asociado el ateísmo al pensamiento de Lucrecio. Sin embargo, tienen poco que ver. Lucrecio niega la intervención de la divinidad en este mundo nuestro, no su existencia. Newton dice que esta doctrina (la que cuenta Lucrecio) es antigua, pero verdadera, y señala el error que supone una interpretación atea de la misma. Lucrecio, como Epicuro, como Arquímedes, encuentra el sentido de la vida en la contemplación activa del mundo, en la compresión profunda de la realidad. La percepción de un orden, de cierta arquitectura, eleva el alma humana hasta su cumbre. El miedo se supera, las tinieblas se alejan. Los sentidos pueden explicar todos los fenómenos. Supersticiones, magias, padecen el destierro.

Leí este libro por primera vez hace un par de años. Desde entonces se ha convertido en una obra de consulta. Es un libro profundamente inspirado y regala la paz de los consejos relucientes. Lo digo yo, pero me animaré a copiar unas palabras de Federico el Grande: “Cuando estoy afligido, leo el tercer libro de Lucrecio; es un paliativo para las enfermedades del alma”. Lo abarca todo: desde el nadar de los peces hasta las fases de la luna o el infinito. También el amor, que Lucrecio contempla desde una lejanía amarga. Sobre el tema del libre albedrío, que llevó de cabeza a toda la escolástica, Lucrecio avanzó, defendiendo la libertad humana, una solución cuántica (aunque también es defendible cierto determinismo desde esta perspectiva). Intuye que para la pequeña dimensión de los átomos la cuestión no tiene sentido. Ese mundo es caótico, y frente al caótico mundo de lo mínimo, la unidad de conciencia se contempla como libre. El mérito de la idea es de Epicuro, quien consiguió de este modo aceptar las tesis atomistas rechazando su determinismo.

Este libro es un portento único en toda la especie humana. Dicha especie, en contra de lo que podría pensarse, no siempre busca lo mejor: busca lo nuevo. No hay otro modo de explicar la perpetua ausencia de Lucrecio (y de algunos otros) en las listas de los libros más vendidos de cualquier país. Han habido esfuerzos notables para que todos los hombres conocieran este poema. Bergson, por ejemplo, realizó una edición escolar con un selección de textos explicados.

De rerum natura despierta un sentimiento de veneración. Su lectura es tan ágil, tal alta, tan placentera, que yo he recordado estas noches de julio los saltos infantiles de las camas elásticas.

martes, 14 de julio de 2009

Las aventuras del valiente soldado Svejk, Jaroslav Hasek


Pongamos que Kafka y Hasek tuvieron un amigo en común. En algún momento, dicho amigo fue detenido por alguna bobería, delatado por algún desconocido envidioso o bromista. ¿De qué se le acusa? No se sabe. Nada puede esclarecerse, es inútil: en determinadas épocas el crimen de los presos no es otro que el de ser hechos presos. Así empieza El proceso (que es un libro en el que no se sabe qué es de Kafka y qué es de Dostoievski), así empiezan Las aventuras del valiente soldado Svejk. El amigo en común pudo ser cualquier habitante de Praga, pero también Crimen y Castigo (a Raskolnikov le pasa algo similar unos años antes).

Kafka y Hasek vivieron ambos en la capital de la República Checa de hoy, nacieron en 1883, vivieron los mismos años (±1), a los dos se los llevó la tuberculosis y sus respectivas obras resisten el paso de los tiempos (hoy tengo la sensación de que el tiempo, si existe, es plural). Sin embargo ahí acaban las coincidencias. Kafka buscó el silencio de la soledad, Hasek prefería las ruidosas tabernas; Kafka era vegetariano y abstemio, Hasek durmió, resacoso, a la intemperie; Kafka era un hombre con problemas, Hasek no tanto, pero se los buscaba.

Las aventuras del valiente soldado Svejk es un libro repleto de vida. Muchos de sus personajes son reales, con el agravante (hoy ya atenuado) de que también lo son sus nombres propios. El autor quiso publicar seis volúmenes, pero su muerte temprana le impidió los dos últimos. El que reseño es el primero, que se desarrolla en la retaguardia de la Gran Guerra.

Svejk es un vendedor de perros que es hecho preso después del asesinato de Sarajevo (qué nombre más bonito Sarajevo). En esos momentos todos son sospechosos de conspiración. Su locuacidad, su estupidez, que él mismo hace servir como carta de presentación, le hacen superar problemas frente a los cuales otra gente sucumbe. Sus comentarios, sus peculiares historias, iluminan con humor la triste época que le toca vivir. El resultado es un crítica gigante contra todo el sistema imperialista y burocratizado que no ha parado de crecer desde entonces, aunque se simuló su destrucción.

Svejk, en la guerra, se burla de la guerra; como ayudante de un capellán castrense se burla de la religión, como asistente de un oficial se burla del ejército; como persona, por mucho que sea tonta y lo diga, se burla de la estupidez absurda de los hombres.

Hasek interviene de forma directa algunas veces, generalmente al principio de los capítulos, con una seriedad que contrasta con el ambiente jocoso de la novela. Son irrupciones acertadas, que aportan una fuerte carga dramática. Esto hace que la risa, que puede ser frecuente leyendo este libro, surja un tanto cargada de tristeza. Por ejemplo, antes de un capítulo desternillante puede leerse esto:

“Los preparativos para llevar a la gente a la muerte siempre se han hecho en nombre de Dios, o de algún otro supuesto ser supremo que le humanidad haya imaginado.
Antes de que los antiguos fenicios cortaran el cuello a un prisionero de guerra, celebraban un pomposo rito de culto sagrado. Algunos milenios más tarde, las nuevas generaciones harían lo mismo antes de ir a la guerra y matar a sus enemigos con espadas y armas de fuego.
Los caníbales de las islas de Guinea y de Polinesia hacen sacrificios a sus dioses y ejecutan una gran variedad de rituales religiosos antes de devorar festivamente a sus prisioneros de guerra, o a las personas inservibles como los misioneros, los representantes comerciales o los que simplemente son curiosos. Como la cultura de la casulla todavía no ha llegado a los lugares donde viven, se adornan las nalgas con guirnaldas hechas de las coloridas plumas de los pájaros de la selva.
Antes de quemar a sus víctimas en la hoguera, la Santa Inquisición celebraba la más solemne de las ceremonias religiosas, la sagrada misa cantada.
Los curas siempre han desempeñado un importante papel durante las ejecuciones, al importunar a los culpados con su presencia. En Prusia es un pastor quien lleva al pobre condenado hasta el hacha. En Austria, un sacerdote católico lo conduce a la horca; en Francia, a la guillotina; en América, a la silla eléctrica; en España, al garrote. Y en Rusia, un pope barbudo lleva a los revolucionarios a la muerte.”


Luego sigue Svejk y las sonrisas, pero ya está dicho.

En los discursos de Svejk saltan como chispas frases de una lucidez desorbitada: “A nadie nunca le han importado los inocentes” (Hannah Arendt demostrará después de la 2ª G.M. cómo los apátridas criminales tenían derechos, pero por ser criminales, y millones de desplazados sin delitos quedaban atrapados en esa pesadilla de no saber si existían); “Si todos fuésemos siempre honestos con los demás, pronto nos estaríamos matando los unos a los otros”; “Lo que me gustaría es cómo van a ser ahora, con la guerra, los entierros militares”…

Resumiendo: excelente libro que recomienda la lectura del los tres volúmenes restantes (disponibles en lengua castellana desde el año pasado). La clase culta de la época consideró que poseía un lenguaje vulgar y lo desdeñó. Sin embargo fue un éxito rotundo precisamente por ser claro, vulgar, por hablar como hablan todos. Este libro cuenta lo que cuenta (recurro a la tautología para liberarlo de las garras de la hermenéutica). Lo que es susceptible de ser interpretado es susceptible de ser monopolizado. Esto es lo que suele gustar a las élites, que tanto ensalzaron (esta vez con razón) a Kafka, que ostenta el triste récord de provocar el mayor número de sandeces gestadas en cabezas supuestamente capaces.

Hasek combatió en los dos bandos de la Gran Guerra, fue vendedor de perros, escritor, fundador de un partido (Partido del lento progreso dentro de los límites de la ley, se llamaba), se casó dos veces y pasó parte de su vida en Rusia. Notó el sinsentido de las guerras, lo absurdo de las pretensiones humanas, se burló en cuanto pudo de todos y de todo, pero lo hizo con seriedad, lo hizo bien. Mantuvo la cordura necesaria para escribir una obra memorable en una época difícil, en la cual un poeta exclamaba (se trata del Himno al odio, de Heinrich Vierordt, y sale en el libro):

Amontonemos los huesos humanos
y las carnes aún calientes
hasta sobrepasar las nubes y las cimas de las montañas.

Que juzgue el lector la tristeza de estos versos y, si quiere, la cosa completa:

http://books.google.es/books?id=o2rGLwhXIaUC&pg=PA34&lpg=PA34&dq=heinrich+vierordt+poet+german&source=bl&ots=7hWh3fYvuP&sig=zDeNYXEGEORw39Y0eaGLWlwI88Q&hl=es&ei=QHpcSsKSCY-MjAfmzeXRDQ&sa=X&oi=book_result&ct=result&resnum=3

Hay formas muy tristes de ser recordado.

jueves, 9 de julio de 2009

La despedida, Milan Kundera


La literatura de Milan Kundera es grata y reconocible (si no es el primer libro que se lee de él). La despedida data de 1975 y es su tercera novela. A un jurado italiano le pareció el mejor libro publicado ese año en su estirado país.

La historia se divide en cinco partes (cinco días) y se desarrolla en un balneario de la antigua Checoslovaquia, entonces bajo un gobierno comunista. El balneario es una especie de refugio donde apenas llegan ecos de la problemática social de aquellos años en esa patria desaparecida. Es, pues, un islote social donde confluye gente acomodada o rica, algunos extranjeros. Hay que decir que la clientela es mayoritariamente femenina: el balneario ofrece tratamientos de fertilidad.

Cada uno de los días o las partes se divide en diversas entradas numéricas, de extensión variable, que evitan transiciones innecesarias y delinean el interés de la trama. La mayoría de estos pequeños capítulos son diálogos aunque hay también algún monólogo interior.

La despedida nos habla de la infidelidad, del aborto, de los celos, de la hipocresía, de la indiferencia, de la muerte, de la indiferencia de la muerte. Entre los personajes, que son pocos, hay más hombres que mujeres. Hay uno especialmente conseguido, el Dr. Skreta, el médico del balneario, un vividor con una peculiar forma de entender la vida. Es el verdadero eje de la historia. También están Klima (un virtuoso de la trompeta) y su mujer; Bertlef, un americano enfermo que vive prácticamente encerrado en el balneario; Jakub y su “ahijada” Olga; Ruzena, protagonista, empleada del balneario, y Frantisek, un novio suyo. (Si Ruzena se hubiera llamado Rutena, como esa nación antigua y desperdigada, cabría una interpretación simbólica llamativa que convertiría a Kundera en un profeta.)

Como otras veces, el autor se revela un experto en esa espeleología del alma que tantos han evitado o han atacado sin éxito. Pero esto, en su caso, tiene algunos tristes efectos: Kundera sabe de qué quiere hablar en todo momento, sabe lo que quiere decir él. La forma en que el lector percibe esto resta espontaneidad a los personajes, les quita vida. La historia como tal se queda acartonada como una orden. Es, quizá, demasiado rígida, demasiado tensa para no dudar en algunos momentos, pero esa intransigencia de Kundera tiene también algo positivo que no sé precisar.

Ignoro si Kundera pensó en algún momento lo mismo, pero en La insoportable levedad del ser, que es magistral, estos defectos, aunque permanecen, están ya a dosis bajas de medicamento o se han convertido en virtudes. Lo logra con una mayor carga filosófica, evitando diálogos, aumentado esos incisos rescatados de páginas perdidas o que la gente, por regla general, no ha retenido. Ya están en La despedida: San Simón el Estilita, ese hombre empeñado en vivir sobre una columna; San Lázaro (Zographos), que fue un pintor bizantino a quien se le prohibió pintar (como a aquellos brahmanes expulsados de la sociedad por su amor a la música de La ajorca de oro); Herodes (como Bulgakov en El maestro y Margarita; qué grande Bulgakov).

En la novela se dicen grandes verdades y grandes mentiras. Pero no agobiaré al ocasional lector de estos apuntes. Me quedo con una reflexión valiente cuyo tema (que desmenuzó Canetti) no suele ser habitual en las novelas: “El alma de la masa, que en tiempos se había sentido identificada con los míseros perseguidos, se identifica hoy con la miseria de los perseguidores”.

En fin: la novela nos deja sensaciones positivas (pero no nos vuelve mejores), un rato tristes y la sensación de habernos sublevado contra ese personaje, ese insulto.

Si yo hubiera sido amigo de Kundera y me hubiese pedido consejo, hubiera hecho todo lo posible por evitar la comparación de Jakub con Raskólnikov.

martes, 7 de julio de 2009

Foe, J. M. Coetzee


Robinson Crusoe, Ulises, Don Quijote, Sherlock Holmes, Fausto… la lista larga pero finita de personajes imaginarios que pasan de una generación a otra sin que el tiempo les afecte. La altura mítica de estas creaciones, unas más, otras menos, acaban conformando el imaginario colectivo, ya no mediante la lectura de las obras sino mediante el poder de las imágenes que se han desprendido de sus páginas. La vida solitaria de un hombre en una isla, el retorno de un guerrero a la patria después de la victoria, la confusión de la realidad y la ficción por parte de un hidalgo…, una vida cualquiera, si es vivida con atención, se solapa con estos grandes personajes, con estos grandes símbolos. Por eso la buena literatura tiene lo suyo de ritual iniciático.

Foe (su nombre ya nos revela algo) es una novela-satélite en torno a Robinson Crusoe, de Daniel Defoe. Pero saca a relucir temas que no pueden intuirse en la novela de Defoe. Robinson Crusoe habla de la supervivencia, la soledad, la religión y el destino (quizá en orden inverso); Foe habla de la creación, el lenguaje y la soledad.

Susan Barton (nótese la ironía del apellido) naufraga en la misma isla que Cruso, es acogida por él y por Viernes, vive con ellos cerca de un año y es rescatada por un barco que los lleva de vuelta a Inglaterra. Cruso muere en el viaje de vuelta. La mujer decide contar su historia, pero para ello recurre a un escritor, pues ella se ve incapaz de levantar una obra literaria con la monotonía vivida en una isla perdida del Pacífico, donde todos los días son un día. Ella lo dice así: “…porque aunque mi historia explica la verdad, no explica la sustancia de la verdad”, lo cual nos remite a aquello que dijimos en la reseña de Contra Apión.

El libro tiene cuatro partes: el relato de los acontecimientos de la isla de Susan Barton, los correos que ésta le escribe a Foe (que se encuentra escondido: Defoe fue espía) a fin de puntualizar algunos puntos de vista o sugerir novedades que se revelan a posteriori, un encuentro y diálogo abierto con Foe, un tributo a la inmortalidad del propio Robinson Crusoe.

Coetzee es un maestro de la escritura. Hay muchas páginas que supondrían un grave peligro para otros escritores, pero Coetzee sale del paso con una soltura poco habitual. Hay una sensación de ejercicio a vuelapluma, muchas veces sobre la cuerda floja del sentido, pero una y otra vez el libro es capaz de cruzar el vacío amenazante. Esto aporta a la obra gran ligereza, pero a la vez hondura en los temas que abarca.

La historia de sus páginas no es relevante, de hecho está reducida a la mínima expresión. Las reflexiones que sugieren el mito de Crusoe sí. Y aunque están escritas no pueden acabarse porque apuntan directamente al acto creativo, al acto literario.

Aparte de la de Susan Barton hay más ironía en los nombres: Foe es Defoe, Cruso es Crusoe, pero Viernes es Viernes. No sé qué motivos puede haber en un sudafricano para mantener, únicamente, el nombre de Viernes. Deben de haber muchos que se me escapan, quizá no haya ninguno en especial. Lo que yo intuí me pareció brillante, o más: resplandeciente.

Edmond Rostand supo que viviría siempre a la sombra de Cyrano. Defoe también lo supo y más de una sonrisa de entendimiento se le debió escapar en sus últimos años pasados entre la penuria y el olvido. Es lo que suele pasar a los creadores de los grandes mitos: sus creaciones acaban siendo de todos. Como si a Prometeo lo castigaran los hombres, no los dioses.