domingo, 26 de abril de 2009

Obras filosóficas y morales, Maimónides


Maimónides, protagonista de multitud de novelas históricas de publicación actual (y no tan actual), fue un sabio judío que nació en Córdoba en el seno de una respetada familia de ascendencia rabínica. Es decir, de aquellos fariseos desperdigados (aunque la diáspora judía se ha negado recientemente) después de la destrucción del Segundo Templo a manos de Tito, el hijo de Vespasiano. Éste último, durante el sitio de Jerusalén, tuvo ocasión de proclamarse emperador, después del jaleo del Segundo Triunvirato de Galba, Otón y Vitelio, dejando a su hijo la tarea de devolver a Roma la Ciudad Santa. De todas las corrientes de la religión judía prácticamente sólo se mantuvo en pie el judaísmo rabínico. En él creció y fue educado nuestro autor. Emigró a Toledo, a Fez, a Alejandría… Nada de esto sale en este libro, cuyo título puede resultar engañoso. Se divide en partes bien diferenciadas: Sobre los principios del judaísmo, Sobre la idolatría, Sobre las conductas humanas, Sobre el arrepentimiento, Sobre el estudio de la Torá. Cada una de estas partes se divide en capítulos, y cada capítulo en breves proposiciones que se justifican siempre con los textos sagrados de su religión.

Lo novedoso en Moshé ben Mamon, es el modo en que obtiene sus conclusiones. Como tuvo contacto con la cultura árabe (muchas de sus obras están escritas en esa lengua) conoció la moda de Aristóteles. El poso que el griego dejó en él hizo que muchos lo acusaran de racionalista. Propone un método de interpretación de las escrituras no literal, defiende la unicidad de Dios, la resurrección, que parece ser espiritual y selectiva, saca lustre al tema de la libertad humana. Es elegante y claro. En ocasiones puede parecer intransigente, sobretodo al final, cuando lo ocupa el tema de la herejía. Como contrapeso, casi siempre suele dejar alguna puerta abierta.

El libro es evocador, a veces poético, sin pretenderlo. Rebosa de citas bíblicas. Es útil para el hombre religioso, entendido no como aquel que sigue una religión determinada, sino como aquel que cotidianamente se formula las grandes preguntas. Una luz bella en el camino del que busca. Al final del libro hay un apartado de notas que facilita bastante la lectura, aparte de contener un sinfín de curiosidades sorprendentes. Leí la edición de Obelisco.

Este hombre, que a veces fue médico, se entiende que sea venerado. Escribió un libro sobre los venenos y sus antídotos. Murió en Egipto en 1204, pero sus restos descansan en Tiberíades, Israel.

miércoles, 22 de abril de 2009

Siete cuentos fronterizos, Georges Moustaki



A este hombre, que es músico, le ha dado, con los años, por escribir. O sería mejor decir: por escribir más. Nació en la Alejandría de Cavafis un año después de que éste muriera (1934). Ciudad portuaria y mítica, este enclave de Egipto le dio la posibilidad de convivir con múltiples culturas. Es por ello que conoce diversos idiomas, aunque su vida artística se ha desarrollado sobretodo en París. Hace poco estuvo en Barcelona y actuó junto a Maria del Mar Bonet en el Palau de la Música.
No hace falta decir cuántos cuentos tiene “Siete cuentos fronterizos”. Estos relatos breves (entiendo por cuento otra cosa), pueden leerse en menos de una hora. En todos ellos la trama, que a la fuerza es básica, es la que cuenta. Los personajes son sólo espejismos y lo que se dice podría no necesitarlos. Algunas de las historias pueden haberse leído antes en otros lugares: por ejemplo en una recopilación de historias budistas. Otras no. El estilo, sin embargo, resulta conocido, y es el estilo de las recopilaciones de historias budistas. Se le añade cierta melancolía infantil que no hubieran aprobado los sabios orientales, tan secos y proclives a la austeridad emocional. Las historias son las siguientes:

- El muro: un muro que separa, pero que acaba uniendo. Parece una respuesta al muro que se levanta en Cisjordania (por el nombre de los personajes y el ambiente), pero sólo ha ocurrido algo parecido en el muro de Berlín. La muralla china, las fortificaciones romanas y el muro de Adriano cayeron en desuso pero no unieron. La Línea Maginot y la Sigfrido no llegaron a usarse prácticamente y perseguían la defensa más que la separación. La zona desmilitarizada de Corea, el muro de Shankill Road, en Belfast, el de México, el de las Villas Miseria de Rosario, Buenos Aires y lo demás, siguen vigentes y son de nuestro tiempo.

- El tañedor de laúd. Un niño prodigio del laúd, recorre las casas de los mejores maestros del instrumento. Llega a tal grado de excelencia que el último maestro que podía enseñarle algo, reconociendo su talento, le invita a visitar una leyenda viviente: un viejo eremita que dominó como nadie el arte del laúd. Una vez encuentra al viejo, éste ni siquiera recuerda la forma del instrumento. Le revela que una vez se llega a la cumbre ya no hace falta lo que sirvió para llegar.

- El gobernador. Un mandamás se queda sin enemigos y se ve obligado a provocarlos. Son los ataques de falsa bandera, tema bélico recurrente. Nerón quemó Roma y acusó a los cristianos, Hitler quemó el Reichstag y acusó a los comunistas, Roosevelt permitió el ataque a Pearl Harbor y acusó a los japoneses… , una sola bala, que además no existió, contra el destructor Maddox, precipitó la entrada de Estados Unidos en la Guerra del Vietnam, Hitler provocó un “ataque polaco” en Gleiwitz y lanzó la guerra con Polonia, Inglaterra y EEUU, con la operación Ajax, se metieron en Iran, Stalin bombardea Mainila (ciudad rusa) y invade Finlandia…Me paro por la filantropía.

- El duelo. Dos amigos, cuyas familias poseen diferentes creencias, se ven abocados a la enemistad. Iban a ser cuñados, pero en un duelo acaban todos en el cementerio. También la señorita en cuestión.

- Ibrahim. Un judío acude a Gaza como colono. El estado cambia de planes y derriban los asentamientos. Se resiste y es apresado, pero se escapa. La historia lo deja en un campo de refugiados palestino, donde es acogido y del cual no piensa moverse. Cosas más raras se han visto.

- Los invasores. Tributo al enorme poema de Cavafis “Esperando a los bárbaros”.

- Hassan. Historia de un violista errante y enamoradizo. Quiere emular, con palabras, el tornillo de Arquímedes.

Leí el libro en otoño y estaba bien, pero hubiera sido mejor en el verano. Se disfruta más de la propia memoria que de la lectura. Y eso es buena señal.

"…todo es cábala", Gershom Scholem


Leibniz guardaba sus innumerables trabajos (muchos miles de hojas manuscritas) amontonados en una habitación que él tenía el gusto de llamar “la mole”. Así –no entiendo el alemán- lo he visto traducido. Otra “mole” nos dejó Gershom Scholem, personaje único en el panorama europeo del siglo XX. Estudió matemáticas, pero acabó siendo el mayor experto en un saber olvidado: la cábala. Conoció a Buber, a Weber, a Meyrink…, y tuvo bastante influencia en la vida de Walter Benjamín.

Este libro es otro más de Trotta dedicado a recopilar opúsculos y conversaciones de este hombre. Está compuesto de tres partes: una entrevista (diálogo pone en la portada) bastante amplia y variada, sus “diez tesis ahistóricas sobre la cábala”, y una revisión de la figura de Scholem por parte de Jörg Drews, que es quien hace la entrevista.

No tiene desperdicio: cuando este hombre se pone a hablar a uno le sale escucharlo. Habla de Lenin, de Brech, de Kafka, de Benjamín, de Dios… De Leopold Bloom, el personaje del Ulises de Joyce, dice que no puede ser judío (sic). Cuenta su marcha a Israel, su curiosa trayectoria académica, llena de coincidencias y casualidades.

Como sabía mucho, el libro recoge cosas sugerentes sin que él lo pretenda. Se señala la importancia de España, la del siglo XIII, en el desarrollo de la cábala. Dice que ésta, la cábala, nace, en torno al 1200, “en Provenza, en el sur de Francia, y también en Languedoc, en la región de Narbona…”. Y es curioso porque en ese lugar y en ese tiempo floreció también el catarismo, en el seno de una población rica, donde también floreció el comercio judío. Estos judíos hacía unos pocos años que podían poseer la “Guía de perplejos”, de Maimónides, que tanto se opuso al misticismo. Tanto el catarismo como la cábala tienen una importante influencia del gnosticismo (el acercamiento a Dios es introspectivo y el conocimiento que se adquiere es superior a la fe).

La parte más delicada de la entrevista es, cómo no, la que discute la vertiente sionista de Scholem. Ahí, ciertamente, la razón desaparece. Hay otros motivos.

Las diez tesis son breves e interesantes. En la última, bastante bella, habla de Kafka. Acaba así: “…sus escritos, que ofrecen la secularización del sentimiento cabalista del mundo (desconocido para el propio Kafka), poseen, para algunos lectores actuales, algo del esplendor estricto de lo canónico: de lo perfecto que se quiebra”.

En la última parte, se repasa, a modo de tributo, la vida de este erudito, desde que se rebela contra su padre (judío asimilado) por la cuestión de sus estudios hasta que muere en Jerusalén, unos meses antes de empezar el Mundial de Fútbol que tuvo lugar en España.

17.000 libros descansaban en su casa.

Gran tranquilidad, Yehuda Amijai


Terminé de leer este libro el 15 de abril del 2008. Todavía me ronda por la cabeza. Hoy que andaba por la casa resguardando del polvo a los libros (por reformas, albañiles el lunes y hasta el viernes desastre), no he podido dejar de releer algunos de estos poemas. Recuerdo que al leerlos tenía esa rara impresión de que estaba leyendo algo inolvidable. Ahora, tiempo después, esa cosa vaga se confirma. Hay versos que me vienen a la memoria justo antes de leerlos, y que yo no sabía que sabía. La fórmula de este maestro del verso, si es que esta frase es posible, no es otra que su sencillez: una suerte de desierto poético que de repente se llena de espejismos imprevisibles, o mejor, previsibles del todo. Porque este hombre tiene la virtud de sorprenderte al revés: te sorprende con lo que debieras haber esperado. Los poemas son de sintaxis liviana, apetecible. Algunos tienen forma de noticia, pero el sujeto al que se refieren resulta ser el alma. En algunos poemas se tiene la sensación de estar leyendo algo por encima del mundo, o con una dimensión de más. A veces es irónico, a veces casi cínico, pero siempre proverbial. Parece ser que el autor concedió entrevistas y creyó ser de este mundo. Sobra el elogio para algo tan bueno: quien lo haya leído o lo tenga entre manos sabrá cuánto pesa. Como en todos los buenos libros sale Dios.

El hombre que fue jueves, G.K. Chesterton

La lectura de un libro es la condició necesaria para adentrarse en el mundo que nos cuenta. Pero, además, la Literatura exige del lector otros esfuerzos, u otros placeres, según se vea. Un somero repaso a la biografía del autor, un viaje mental hacia su época, el recuerdo de obras más o menos simultáneas, una relectura o un hojeo como la lluvia a veces: de intensidad y duración variable…

Se sabe que el modo en que la Literatura escoge a sus mejores hombres es raro, y, de tanto en tanto, caprichoso. En el caso de Chesterton un problema de corazón lo apartó para siempre de los negocios familiares. Pero le dejó una renta de por vida.

“El hombre que fue jueves” tiene 15 capítulos y está precedido por un poema extenso que recuerda la antigua invocación a las musas, pero pasada esta vez por el tamiz de la teosofía. Las primeras páginas son extrañas. Al menos para el lector que yo soy, no recuerdan a nada previo al 1907, año de su publicación. A medida que se avanza la lectura las piezas bosquejadas por Chesterton parecen querer encajar, pero nunca se encuentran los planos de lo que puede montarse. Los personajes, flojos, están al servicio de la inmensa metáfora que es el conjunto de la obra. Aun así se retienen, y el nombre de Gabriel Syme tendrá que leerse en las antologías del futuro. Dicha metáfora empieza a intuirse pronto, cuando la lógica mundanal es violentada sistemáticamente. Con el paso del tiempo o de las páginas uno espera ceñirla a un referente. Pero nada más lejos de la realidad: la metáfora crece sin control y al final es tan grande que el pensamiento no la abarca. En el último capítulo se lee: "¡Ahora lo comprendo todo! Todo lo que hay que comprender. ¿Por qué todo lo que existe en la tierra pelea contra todo lo demás?"... Pero a estas alturas la suerte ya está echada y nada puede arrojar luz sobre tanta inmensidad. El final puede ser el que es o una fábula de Esopo, lo grande ya está hecho, y la solución que pretendió el lector atrás, ya se da por perdida.
Si la trama se limase hasta unas pocas líneas tendríamos una noche de Las mil y una noches. Seguramente un Chesterton convaleciente leyó este libro en la entonces reciente edición del arabista, capitán y sir R.F. Burton, que data de 1897, al menos en los ejemplares que conservo, que, no obstante, presentan cierto desfase con la información disponible en la red. El título completo en inglés es el siguiente: The Man Who Was a Thursday- A Nightmare.
Estas páginas abarcan multitud de temas: poesía, economía, política… Un clarividente Chesterton afirma que los verdaderos anarquistas son los ricos, no los pobres. Los que no soportan el poder son los que, de algún modo, ya lo ostentan. La siguiente frase puede justificar el precio del volumen: “La maldad es tan mala que no podemos evitar pensar que la bondad es un accidente; la bondad es tan buena que estamos seguros de que el mal podría ser explicado”. Sorpresa tras sorpresa, el libro tiene la habilidad de hacer que el lector desarrolle simultáneamente dos actividades: leer y pensar.
G.K. Chesterton, perteneció a esa especie de hombres que buscan la trascendencia. Cambió el anglicanismo por el agnosticismo, practicó el ocultismo y finalmente murió como convencido católico. Esto le restó admiradores en su patria.
Obra aconsejable y brillante, solitaria en los principios del siglo XX, y aún hoy. Pero no se puede negar su influencia o su carácter premonitorio: Las grandes obras que el siglo XX lleva con orgullo son también metáforas.
Me queda por hacer una última advertencia: El libro está repleto de frases subrayables, lo cual es un peligro para el libro.

Dublineses, James Joyce.


Antes de adentrarse en el laboratorio de Ulises y en el centro de operaciones secretas Finnegans Wake, este irlandés dejó unas obras para todos los públicos: Dublineses y los otros. Nació Joyce en un suburbio de Dublín en el 82 del XIX. Su infancia conoció las reivindicaciones de Parnell, la aplicación de la Home Rule, el inicio de los problemas en el Ulster, la consolidación del movimiento feniano… Unas décadas después de la gran hambruna Irlanda todavía no aplacaba la enorme emigración. La considerable miseria de las calles de Dublín se atenuaba con las ansias feroces de independencia. Joyce creció en este ambiente convulso. Su padre acabó siendo un borracho, y él, más tarde, tantearía el atributo. Estudió con los jesuitas, pero no quiso postrarse ante el lecho de su madre cuando ésta recibía la extrema unción. Como Bernhard, Ibsen, Rimbaud, Ronsard, Lautreamont… fue un rebelde. Tuvo la tremenda suerte de querer estudiar Medicina en París. El conocimiento de otros mundos impidió que Dublín se lo tragara durante los primeros veinte años del siglo XX. Empieza a escribir Dublineses después de su viaje a la capital francesa (1904) y lo termina diez años después. Este libro incluye quince cuentos, y todos ellos tienen en común su ubicación: la ciudad natal de Joyce. En su gran mayoría los relatos son estáticos, fotográficos. Sin embargo, cabe resaltar que todo lo que encontramos en estas fotografías se encuentra a la misma distancia. No existe el desenfoque del fondo sobre el que destaca un personaje, una idea. En este sentido parece pretender la objetividad de un periodista, profesión que deseó. Otra de las cosas destacables es su particular sentido del avance del relato. Las acciones se suceden con la misma lógica que en Flaubert, Balzac o Zola. Pero a la vez hay una premeditada y continua omisión de pasos intermedios, como si los párrafos contuvieran una suma de esas zancadas en el aire que dan los atletas de triple salto después del último apoyo. Esto da una sensación de velocidad o/y de vuelo, no sé concretar. Cuando se percibe, uno se siente orgulloso de estar leyendo a Joyce. Todos los cuentos encajan, presentan una unidad inamovible. Quizá los menos buenos son los dos narrados en primera persona.

Mención aparte merece el último de la colección: Los muertos. Respecto de los otros cuentos, da la sensación de ser anterior o posterior. Es el más extenso. También el más magistral (en el género, no en el estilo). Cada vez que lo leo me da que son dos cuentos diferentes, agrupados, en algún momento, por el autor. Pero no encuentro nunca la fisura que lo delate, aunque tenga esa forma ancestral de los relojes de arena y sepa uno, claro, dónde buscar. Es probable que sean dos actos de una obra de teatro malograda. El final tiene trazas románticas sublimes, y es una batalla entre el deseo y sentimientos menos acuciantes (y quizás más profundos, recordando una frase de Goethe) como el amor, el pasado. Una vez hice un trabajo sobre Joyce. Tuvo una vida difícil. Su mujer le suplicaba que dejara de escribir por el bien de su progenie. (Una hija suya sufría esquizofrenia. Jung estaba seguro de que él (Joyce, por supuesto) también, pero sabía bucear, decía el psicoanalista.) Acabó casi ciego, y como ocurriera con Nietzsche, amigos suyos acabaron copiando lo que él dictaba. El enorme Samuel Beckett le hizo de secretario antes de recibir el Nobel. No me cansé leyendo de nuevo este volumen. Un cuento cada día al lado de un café a eso de las tantas era una cosa buena. Sigo viendo la literatura como una forma de energía. La dosis que salió de la pluma de Joyce ha cambiado ya bastantes de mis días, como habrá ocurrido con muchos de sus lectores. Bastaba este libro para no ser olvidado, pero quiso dejar algo para otras civilizaciones: Durante un tiempo escribió un libro que tituló Ulises.