sábado, 19 de junio de 2010

Viaje en torno de mi cráneo, Frigyes Karinthy


Frigyes Karinthy fue un escritor húngaro de principios del siglo XX. Gozó de gran reconocimiento en su país. Escribió cuentos, novelas, poesía. Su escritura, como buena parte de los vivos, fue humorística al principio, luego se tornó irónica y más tarde se trufó de cinismo.

Viaje en torno de mi cráneo es un libro peculiar. Frigyes Karinthy narra los días que transcurren desde la aparición de los primeros síntomas del tumor cerebral que padeció hasta que es operado (en Oslo) y dado de alta. No se me ocurre otro tema más anti-literario que éste. Tampoco acabo de comprender cómo ángeles le sale tan bien. Karinthy trata siempre a la enfermedad como algo propio, algo que crece en su interior y empieza a desordenar el mundo en el que vive con alucinaciones, mareos que transforman el mundo en algo acuoso, cambios en la percepción del tiempo y esas cosas. Estas variaciones del mundo que no conocía junto con la tangible proximidad de su muerte obligan a Karinthy a cambiar la tesitura. De ahí el cinismo, que es siempre de quien participó.

No se incomoden los hipocondríacos porque no es un libro que pueda causarles grandes quimeras (de momento). El autor, aunque no omite detalles de su grave dolencia, sabe esquivar divagaciones gratuitas al respecto, limpiar, dice, los estados de ánimo de lo que acontece.

Tolstoi escribe en La muerte de Iván Ilich: “En lo más hondo de su alma se daba perfecta cuenta de que se moría, pero él no estaba acostumbrado a ello; además, no lo comprendía, no podía comprenderlo”. La cita no es azarosa. Hay ciertos detalles que remiten a ese libro en concreto. Karinthy sabe, como dice Nabokov acerca del libro de Tolstoi, que “la muerte física que se describe en el relato forma parte de la vida mortal, no es sino la fase última de la mortalidad”. Ese renacer espiritual que dibujaba Tolstoi también está en Karinthy, pero esta vez en forma atea, carnal y en primera persona.

Kartinhy fue un hombre inteligente. Tuvo además la suerte de ver lo que debe ver un hombre. Eso, él lo supo, es más que suficiente.

No hay indicios de autocompasión y tampoco nosotros la sentimos por él (lo contrario habría sido fatal para el libro). Logra cuajar una voz arriesgada, pero del riesgo obtiene una ventaja. El siguiente trozo de párrafo es un ejemplo:

“Por primera vez gozo del dichoso estado de la irresponsabilidad total. ¿Cómo podría explicar esta sensación a personas normales y sanas? Debéis comprenderlo: un alma tan compleja como la mía es continua e incesantemente presa de una tensión en la que vosotros, felices mortales, sólo caéis una vez en toda vuestra existencia: en cada uno de los instantes de mi vida, me veo obligado a pensar en toda mi vida. Para mí, cada minuto es como para vosotros el instante en que caéis del sexto o os arrastra un ciclón.”

El autor también intentó la traducción. Por ejemplo: le dio a su lengua obras de Swift (a quien veneró siempre) y de Heine (a quien siempre venero). Le gustaban los buenos: “…conozco bien la ciudad (Oslo, dice) gracias a la biografía de Ibsen y a las novelas de Knut Hamsun”. Ejerció el periodismo y se casó dos veces. En algún relato de ficción suyo introdujo la teoría de los seis grados de separación (que andaba por el Facebook hace un tiempo). Algunos trasnochados investigadores de grandes universidades trataron de probar esta vital teoría.

Viaje en torno de mi cráneo es el primer libro traducido del húngaro que leo (los párrafos sueltos de Lúkacs no cuentan). El lector que quiera leer otras cosas de este interesante autor deberá recurrir a otras lenguas. Quien no sepa masque la suya y se conforme con lo que dice el traductor en el prólogo: que éste fue su mejor libro. Lo tradujo un húngaro, un médico psiquiatra que aterrizó en Barcelona tratando de realizar una tesis sobre la literatura catalana antigua. Ignoro lo que ocurrió con su tesis pero la traducción es loable, como la Galaxia Gutenberg.

Hace unas horas me enteré de la muerte de Saramago, ese hombre que supo que lo que él escribía no lo escribía él. Palomas donde esté. A Saramago, que nunca se dio por vencido, no le hubieran disgustado las siguientes palabras de Karinthy “Sólo existen los días. Veinticuatro horas, eso es lo que hay, y siempre es posible de una manera u otra resistir la vida durante ese tiempo”.

martes, 1 de junio de 2010

Hambre, Knut Hamsun


Era una noche de marzo. Después de mucho tiempo volvía a ver a B, a C y a R (altero el orden inicial porque me salía un modelo antiguo (por lo menos) de Honda). En algún momento próximo al inicio R dice tienes que leerte a Knut Hamsun. Knut Hamsun, Hambre, tío, dice. Y no fue la última vez, lo arrastró toda la noche hasta la despedida, apuntó ese nombre del norte en la libreta que llevo, salvo despiste, cerca.

Cuando volvía a casa estaba tan familiarizado con el autor que sin duda lo había leído. Hubiera hablado de Knut Hamsun sin temblores delante de quien fuese. Al menos de ese libro: Hambre. Y ya entonces lo hubiera puesto por las nubes. La verdad hubiera quedado arrollada por la inercia que provocó el énfasis de R.

Hambre apareció de pronto en alguna plaza del Rastro de Madrid. Empezó a deslumbrarme con sus letritas doradas (aquella colección de “autores Nobel” de Orbis) tumbado en una de esas cajas de plástico que fueron fabricadas para albergar pimientos, lechugas, melocotones, todo eso. Sé que me acordé de Winkler y que me llevé unos cuantos de esos “libros Nobel”.

No tengo mucho que decir de este libro, es decir: la genialidad de las obras de arte me provoca algunas veces cierto desinterés, cierta pasividad placentera. Me pareció magistral. Sentí un par de altibajos durante la tarde que duró la primera lectura. Puede que fueran maniobras de vuelo del autor, o puede que me afectara el mal de altura durante algunos momentos. Lo último fue lo que me pareció la segunda vez que lo leí, pero ninguna lectura es definitiva. Magistral dije, ¿no?, eso: magistral.

Más tarde, ya pensando en comentar este libro en este blog, consulté algunos libros, merodeé por internet. Vi ese año: 1890, cuando apareció este libro. Sentí la prisa cerebral de la reordenación, casi no era posible.

Que este libro pertenezca al siglo XIX es casi imposible. Es casi un milagro que en mil ochocientos ochenta y tantos alguien escribiera algo así:

“Dios había metido su dedo en la red de mis nervios, y discretamente, al pasar, había embrollado un poco los hilos. Dios había retirado su dedo y en él habían quedado fibras y finas raicillas arrancadas a los hilos de mis nervios. Y en el sitio tocado por su dedo, que era el dedo de Dios, había un agujero abierto; y en mi cerebro, una herida hecha por el paso de su dedo. Pero después que Dios me tocó con el dedo de su mano me dejó tranquilo y no volvió a tocarme, ni permitió que me sucediera ningún mal. Me dejó ir en paz; pero me dejó ir con el agujero abierto. Y ningún mal me ocurrió por la voluntad de Dios que es el Señor de toda Eternidad…”

A partir de este párrafo se podría escribir un seminario sobre la Literatura del siglo XX. Hay claras referencias a autores posteriores, a grandes autores que todavía no habían nacido, y no sólo en ese párrafo. Citarlos ahora sería algo demasiado vago. Cuando lo lean, si todavía no lo han hecho, lo sabrán, y muchos mejor que yo.

Hamsun cuenta la vida de un escritor sin recursos. Sólo le queda su talento, pero éste apenas puede prestarle una digna manutención. De algún modo la fatalidad no le deja hacer otra cosa que escribir, y cualquier intento por normalizar su vida es vano. Vive pendiente de la aceptación de sus artículos en algunos periódicos. Su moral resiste hasta en las situaciones límite, y su moral le lleva a situaciones límite. Vive en Cristianía, el pasado de Oslo. No tiene dinero, pasa hambre, apenas tiene fuerzas para escribir, pero (proverbio chino) “cuando la flecha está en el arco tiene que partir”.

Llama la atención la incomunicación entre el personaje y la sociedad que lo rodea. El lector es el único que comprende al personaje. Knut Hamsun entabla con nosotros una complicidad que no puede olvidarse. Los párrafos se suceden con ráfagas de humor y de ironía. Uno entiende mucho más allá de lo que dice, y en muchos sentidos (esta vez sí) esta novela es nuestra. (Sentí una rara sensación de control, y detrás la seguridad de que no sería el único.)

En medio del proceso de destrucción personal a que se ve sometido el narrador de este libro, también cabe el amor. Un amor desaforado y cínico, rozando lo animal y lo simbólico a partes iguales.


Hace poco compré Victoria, otro libro de Hamsun. Lo adornaba una cita de Thomas Hardy (¿o era Bashevis Singer?) y era algo así: “Knut Hamsun es la base de la Literatura del siglo XX” (pero yo ya había escrito lo anterior). En realidad los capaces de hacer este tipo de afirmaciones respecto a este autor fueron muchos y muy grandes, pero Hamsun cometió un “error” lógico: regaló la medalla del Nobel a Goebbels. Noruega, su país, lo consideró un traidor y un nazi (no hay en todo su patria una calle con su nombre).

No existe una correlación entre la grandeza de una obra y la grandeza de su autor. Verdaderos malvados escribieron obras inmortales. Hubo santos enormes que no pasaron de la medioridad. Imagínense que se juzgaran las obras de Dostoyevski a partir de las virtudes que cultivó en su vida... Los caminos del genio no son nunca lineales: un nazi pudo escribir obras inmaculadas. Tengo los estantes llenos de mitómanos, esquizoides, iluminados, virtuosos, locos. Al Arte le gustan muchos, afortunadamente.
Y Hamsum incluido.

Mi Hambre es una traducción de la versión inglesa. Ahora ya es posible leerlo (así como otros libros del autor) con traducciones directas del original.

Hace poco, ustedes entenderán, releí El guardian entre el centeno... Salinger se sabía Hambre de memoria.

De nuevo esa pasividad. Gracias, R.