viernes, 21 de agosto de 2009

Las causas, J. L. Borges


Un día me entretuve con mi hija buscando algunas imágenes, quitando algunas palabras de este genial poema de Borges. Salió una cosa curiosa que puede descargarse aquí:


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El poema es inmortal y el que sigue:

Las causas.

Los ponientes y las generaciones.
Los días y ninguno fue el primero.
La frescura del agua en la garganta
de Adán. El ordenado Paraíso.
El ojo descifrando la tiniebla.
El amor de los lobos en el alba.
La palabra. El hexámetro. El espejo.
La Torre de Babel y la soberbia.
La luna que miraban los caldeos.
Las arenas innúmeras del Ganges.
Chuang-Tzu y la mariposa que lo sueña.
Las manzanas de oro de las islas.
Los pasos del errante laberinto.
El infinito lienzo de Penélope.
El tiempo circular de los estoicos.
La moneda en la boca del que ha muerto.
El peso de la espada en la balanza.
Cada gota de agua en la clepsidra.
Las águilas, los fastos, las legiones.
César en la mañana de Farsalia.
La sombra de las cruces en la tierra.
El ajedrez y el álgebra del persa.
Los rastros de las largas migraciones.
La conquista de reinos por la espada.
La brújula incesante. El mar abierto.
El eco del reloj en la memoria.
El rey ajusticiado por el hacha.
El polvo incalculable que fue ejércitos.
La voz del ruiseñor en Dinamarca.
La escrupulosa línea del calígrafo.
El rostro del suicida en el espejo.
El naipe del tahúr. El oro ávido.
Las formas de la nube en el desierto.
Cada arabesco del calidoscopio.
Cada remordimiento y cada lágrima.
Se precisaron todas esas cosas
para que nuestras manos se encontraran.

La madre, Pearl S. Buck



Si esta novela se publicara hoy por primera vez, es probable que la adornaran escuetas hipérboles como éstas: “Probablemente el mejor libro del año”, “El personaje principal se quedará en tus pupilas por mucho tiempo”. También otras, más vagas y difusas, pero que igualmente rozan una épica indigesta: “Este libro ha venido para quedarse”, “El necesario testimonio de una época”, “Un libro imprescindible en cualquier biblioteca”. Existen algunas todavía peores y que, además, no nos incumben: “El mejor libro que he leído en mucho tiempo”. Estas opiniones, que no pasan la barrera de lo tonto, se quedan abrazadas a los libros: en urgentes vitolas llamativas, o (y es horrible) en el material variable de la contraportada. Tal falta de prudencia se practica hoy sin el menor arrebol. En la mayoría de los casos proviene de la crítica de masas, y en el fondo no es más que simple publicidad. Si en publicidad se han disuelto las ancianas ideologías (la diferencia entre publicidad e ideología reside tan solo en el producto y en el énfasis), cómo iba a resistirse el acto humilde y solitario de la lectura.

Digo esto porque Pearl S. Buck era ya ganadora del Premio Pulitzer (debió haberlo sido un año antes), y porque consiguió un éxito de ventas considerable en sus primeros volúmenes. Publicó su primer libro con 38 años y, como se le dio tan bien, no pararía hasta el final. Su vida transcurrió entre Estados Unidos (país donde nació) y China (sus padres fueron misioneros).

La madre fue su sexto libro. Es una novela humilde: la arquitectura es sencilla, sus personajes no requerirían de nuestra atención de no ser por la mano maestra de esta mujer. Ocurre en algún lugar de China, ese vasto territorio que puede ser una metáfora del mundo. La autora lo sabe y evita, con sustancial acierto, los nombres propios. Los personajes son madres, hijos (mayores y menores), esposos, la doncella ciega…; los lugares son la ciudad, los campos, el pueblo, el santuario, una tumba.

La madre (la autora no despista) es el personaje principal. Sus sentimientos, sus preocupaciones, sus deseos, son hermanos de los nuestros, porque los comprendemos y los justificamos. “Algo se mueve”, decía Aristóteles como suma de todo su conocimiento. También en este libro algo se mueve: la compasión. La madre es abandonada con tres hijos, trabajará la tierra hasta que éstos puedan a su vez heredarla con su trabajo, casará a sus hijos y quedará en su casa hasta el día de su muerte. En medio está el amor, está la muerte, está la solidaridad de los luchadores, está el budismo, está la soledad, está el orgullo. Y la tragedia.

Pearl S. Buck no sólo nos regaló con ésta una buena novela, también dejó la huella de generaciones que, como nosotros, contemplaron las estrellas, y cuyos versos, muy lejos de inmortalizarse, sólo fueron sentimientos puntuales (cabe la posibilidad de que lo inmortal sean esos sentimientos puntuales y no los versos). No en vano fue una ferviente defensora de los Derechos Humanos y una delatora de la injusticia de la que tantas veces fue testigo.

La injusticia sale en el libro. Cito: “¿No sirven las penas para expiar? ¡Ay! He estado muy llena de penas toda mi vida, y siempre he sido pobre. Pero los dioses no conocen la justicia.” Los griegos conocieron la idea de la no intervención divina en el mundo, y esa idea, de ser cierta, anularía el final de la queja. Por otro lado: Teresa de Calcuta se mostraba dispuesta a engrosar las filas de cualquier manifestación a favor de la paz, pero se negaba a acudir a manifestaciones en contra de la guerra. Esta actitud proviene de una frase de Jesús de Nazareth, que se recoge en Mateo (por lo menos) y reza: “No resistas al mal”. Esta frase, luminosa como pocas, cabreaba mucho a Nietzsche y nunca quiso entenderla. Es comprensible que así sea, ya que anula uno de los primeros peldaños de su pensamiento, que es Schopenhauer. Aunque con algunos altibajos la madre sigue ese consejo, no por propia voluntad, sino como la inmensa mayoría: porque no le queda otro remedio. Tiene su explicación, pues como nos dice más tarde:

Cuando una sacerdotisa me gritaba que tenía que aprender el camino del cielo, estaba yo demasiado ocupada con los hijos pequeños, y ahora, cuando vienen a decirme que debo aprender el camino del cielo, soy demasiado vieja ya y habrán de aceptarme en el cielo tal como soy o pasarse sin mí”.

El pasaje es memorable, y esta vez acierta de pleno. No es el único: en las vidas sencillas y monótonas subsisten las mismas verdades que en los más altos palacios.

Citaré unas últimas palabras: “Nunca temo morir en verano, hija! ¡El sol es como sangre nueva y nuevos huesos para una vieja seca como yo”. Una frase así, puesta convenientemente sobre un libro, me intrigaría lo suficiente como para comprarlo.

lunes, 17 de agosto de 2009

El militar fanfarrón, Plauto


No es descabellado pensar que en la Grecia Antigua pasó el mundo, y que el tiempo actual es tan solo una secuela, un tanto descabellada, de lo que ya se dio. A.N. Whitehead tuvo que pensar algo así, al menos durante una temporada. En algún momento dijo que la filosofía occidental no era más que un conjunto de notas a pie de página a la obra de Platón. Es probable que no se equivocara.

Lo mismo podría decirse de las artes dramáticas, y en particular, de la comedia. La Comedia Antigua utilizó los mitos para aleccionar al personal (los mitos apenas sirven para más cosas). Cuando el público se cansó de tanto néctar, los autores multiplicaron los recursos de Dioniso. Apareció la Comedia Nueva: Los héroes y las hazañas fueron sustituidos por ciudadanos y argumentos de poca monta, la vida diaria robó el escenario al mito. (Este proceso ha pasado cientos de veces en poco más de dos mil años; en ocasiones la sola obra de un escritor lo aúna). Uno de los principales autores que cultivaron este nuevo género fue Menandro, un sabio amigo de Epicuro que sustituyó a Aristóteles al frente de la Academia.

Nombro a Menandro porque muchas de sus obras fueron adaptadas por los autores latinos. Éstos, que carecían de tradición, versionaron, tradujeron y se inspiraron en las comedias griegas. No buscaron el genio de Aristófanes, demasiado rocoso y encadenado a su Atenas. Encontraron la Comedia Nueva, la que Menandro cultivó, más cercana y con el condimento universal del ridículo entre sus principales ingredientes. Los autores latinos no ocultaban estas influencias (Roma, cuyo imperio llegaría a ser gigantesco, miró siempre alucinada las proezas de la cultura griega). El resultado es lo que se conoce con el nombre de Comedia Palliata. A este género pertenece El militar fanfarrón, basada en un libro titulado ‘Alatson’, de autor desconocido (las dos últimas palabras son preciosas juntas).

De la vida de Plauto (s.III-II a.C.) se conservan pocos datos que pueden no pasar de conjeturas. Nació libre, pero en una familia de recursos menguantes. Probó con el comercio, pero en algún momento la suerte se lo desbarató. Se dice que para ganarse el pan se vio obligado a empujar una rueda de molino. Puede que el lobo del fracaso y la penuria le descubriera la luna de las grandes empresas. Lo cierto es que en el barro de la pérdida levantó una alfarería resplandeciente. Se le adjudican 21 obras, no todas completas. Llegó a ser famoso y respetado, y al final de su vida conoció la riqueza.

Roma salía entonces de la Segunda Guerra Púnica. Vencedora, extenuada, conocía los primeros peldaños del imperio. Sufragado por los gobernantes, el teatro (que se representaba durante las fiestas religiosas) se convirtió en un importante elemento de distracción de un pueblo que aireaba por las calles los laureles de los triunfos y las lágrimas por sus muertos.

Plauto escribió sus comedias para esa turba libre que perseguía aferrarse al mundo a pesar de los días y las noches. En algún momento, quizá en su juventud, conoció el griego literario. Ya mayor lo emplearía para lustrar los atardeceres de Roma con la armonía de unas risas simultáneas.

El militar fanfarrón es un libro divertido (y algo más) que hoy apenas se lee por placer, lo acapara el uso académico que hace de él ejemplo de una época y de un tipo de comedia. (Esto es horrible para un escritor, más todavía si ya no cobra derechos.) Plauto merece algo más que figurar en los libros con esa función. Merece ser leído, porque vale la gracia.

Cinco actos, dispares en extensión. La ciudad de Éfeso, donde acontece la trama. El tipo que da título al libro, el militar fanfarrón; otros: el esclavo pillo y tramador, la mujerzuela desvergonzada, la mujer raptada… La Ilíada narra el rapto de Helena de Troya, y este libro no lo ignora. En algún momento el militar fanfarrón cree superar en belleza a Paris; poco antes del verso 1290 leo:

Pero sabiendo que muchos han pasado por muchas cosas
deshonestas y ajenas a las buenas costumbres por amor,
-no digo ya de Aquiles, que permitió que matasen a sus conciudadanos…-


Este último verso podría ser el título de una Tesis doctoral. Los puntos suspensivos permiten a Plauto cambiar de tema radicalmente. Quizá también alguna reacción del público: dos milenios después a mis cuerdas vocales se les escapaba un Oh! y yo me sonreí al comprobar, una vez más, lo permeables que son los órganos al arte.

Hace una semana escribí sobre este mismo libro, pero perdí mis líneas. Entonces me subía por las ramas del argumento, y no me apetece volver a las andadas. Barajé olvidar a Plauto y comentar La carretera, de Cormac McCarthy, pero recordé que había decidido no meterme con nadie. De forma que volví a Plauto y a su tonto militar…, al fin y al cabo cómo se puede uno olvidar de Shakespeare, de Corneille, de Moliere, de N.M. Las buenas cepas literarias dan a veces vinos tardíos, con otras denominaciones de origen.

Acabo, ya es tarde (y el vino es peligroso), con una frase graciosa, profundamente graciosa:


Mas nadie sabe suficiente él solo. Que yo he visto con frecuencia a muchos salir de las regiones de la sensatez antes de haberlas hallado.


Yo también. Larga vida a Plauto.

miércoles, 5 de agosto de 2009

¡Escuchadme ciudadanos!, Evgueni Evtushenko


Tengo un amigo que una vez cerró un quiosco. Tenía un centenar de libros viejos y maltratados que su mujer iba a olvidar en la basura, pero él los rescató porque se acordó de mí. Le debo a la puntualidad de su memoria muchos momentos buenos, un par de estantes y el contacto con escritores que, de otro modo las cosas, hubiera tardado mucho más en conocer. Evgueni Evtushenko es uno de esos escritores.

Nació en Zima (1933), un pueblo por donde pasa y para el Transiberiano. De niño conoció la fatalidad del destino, pero ¿qué es el destino para la gente buena? A los 19 años publicó su primer volumen de poesía, y hasta hoy. Actualmente prepara una amplia antología de poetas que recorre 10 siglos (del XI al XXI). He leído que fue político, que trató de devolver al arte su necesaria libertad de conciencia en la gigantesca URSS, que fue corresponsal de Pravda en Cuba, que conoce el castellano y que ha cultivado versos en esta lengua.

El libro que leí lo publicó Ediciones 29 en 1977. Es el segundo volumen de su obra completa, la de entonces, y abarca desde 1959 hasta 1964. Cada año tiene sus poemas. El orden cronológico es un orden débil, pero también es fácil y ayuda en algunos casos (como en los diarios del sesudo Canetti).

A Evgueni Evtushenko no lo define un estilo, una suma de recursos, sino su mirada, su sentir cotidiano. En este libro caben versos sobre el ejército ruso, sobre un encuentro con Hemingway, sobre una actuación de Edith Piaff, sobre Maupassant, sobre el amor, sobre Lermontov, sobre las madres. Poesía de gramática tensa (lo intuyo por la traducción) pero que quiere ser leída en voz alta, como prefiere Evtushenko. Muchas de sus composiciones son ejercicios de retórica(+) y de oratoria. El conjunto posee una fuerza arrolladora. Tanto que supuse que este hombre habría estado nominado al Nobel en alguna ocasión. Resultó ser que en bastantes. Una pena que su obra no se edite ahora mismo en este país.

Se intuye algo de Mayakovski, de Pasternak, pero hay también un toque de los beat writers, y de Lorca (creo), y de los clásicos de siempre. Por ejemplo: Hay un poema (Reíanse tras la pared) que contiene estos versos:

“La vida es un equilibrio.
La envidia es un autoultraje.
En realidad, de la desgracia tuya
la felicidad ajena es expiación.”


Esto es igual a unas líneas de Lucrecio (no puedo ponerlas porque tuve que dejar el libro). La poesía de Evtushenko se mueve en una geografía amplia, como animando a su difusión, que se produjo más tarde. Hay poemas que ocurren en Copenhage, en Crimea (precioso nombre), en París, en Cuba, en Harvard, en Moscú, en Ucrania, en las riberas del Kliazma, del Pechora. Están como anclados a la tierra, crecen con ella (la mención a la geografía, cuando se usa, es uno de los mayores peligros para el poeta, pues ofrece pistas importantes sobre la credibilidad que merece). También sabe bucear en los angostos territorios del alma, y aunque raramente encuentra nada nuevo (eso es muy difícil), siempre nos regala unos versos notables. Me gustan los siguientes:

¡Oh, Dios mío, deja que sea poeta!
No permitas que engañe a la gente.


También estos versos de un poema que se titula El vacío:

Oh, sobre toda agitación
bendita sea la dulzura embriagadora
de un tranquilo y luminoso vacío
precursor de un alma que se llena.


Pero sobretodo éstos:

“¡Existe el juicio de Dios, confidentes corruptos!”
y el juicio del poeta es el juicio de Dios.


Suele decirse que la obra de un poeta queda justificada si perduran cuatro o cinco poemas buenos. Esta tontería la diría el inventor de las antologías, no lo sé. Sé que en este libro sobran pocos poemas, porque si pocos son buenos, muchos son mejores. Además: entre todos ellos levantan la bandera de este libro, como en ese esfuerzo de los soldados americanos fotografiados en Iwo Jima.

Poco más que añadir. Con mi débil ruso no podré leer como toca a Evtushenko hasta dentro de un tiempo. Puede que lo intente en inglés, en francés hay muy poco. Algo en castellano circula por la red, con sus pros y sus contras. Me ha llamado la atención este poema:

LA TERNURA

¿Dónde y cuándo se puso eso de moda?
“Indiferencia por los vivos,
atenciones con los muertos”.
Los hombres van encorvándose,
aficionándose a la bebida.
Los hombres desaparecen, unos tras otros,
y se pronuncian para la historia
tiernos discursos sobre ellos,
en el crematorio...
¿Qué quitó la vida a Maiacovski?
¿Qué le puso el revólver en la mano?
A él-
con su voz,
y su apariencia-
debiósele dar en vida
una mala pizca de ternura.
Los vivos son un estorbo.
Sólo después de la muerte se premia con la ternura.


También, y acabo, éste:

ELOGIO PARA LA POESÍA

Tiutchev, un poeta ruso del siglo XIX, exclamó una vez:
“¡Oh, si las alas vivas de las almas, agitadas sobre la multitud,
nos salvaran de la inmortal vulgaridad de la gente!”


Hoy todos somos testigos de un complot mundial
de la vulgaridad triunfante contra la exquisitez humana.
Pero si la vulgaridad es inmortal, también es inmortal
la resistencia contra ella.
La persona que no tiene poesía interior
se convierte sin darse cuenta en un zombi.

Hace mucho tiempo, en una de mis otras vidas,
estuve en un pequeño pueblito colombiano en la Amazonia,
donde viven los indios cazadores de cocodrilos.
Para ellos, un invitado es una persona sagrada.
Cuando salieron a mi encuentro tocaron tambores,
se tiraron de los cabellos y lloraron a lágrima viva.
“¿Por qué lloráis?”, pregunté sorprendido.
“Porque luego te irás”, respondieron los indios.
Cuando me iba, también tocaron tambores, pero esta vez
bailaban alegremente, haciendo que yo bailara con ellos
su alegre danza. Me pusieron lirios blancos en el pelo
y, como niños, saltaban por encima del fuego.
“¿Por qué estáis todos tan alegres?”, pregunté.
“Porque tenemos la esperanza de que regresarás”, contestaron.
Esto es poesía que, gracias a Dios, vive en la humanidad.