martes, 19 de julio de 2011

Vicio propio, Thomas Pynchon


A la gente le gusta despeñarse. Algunos reducen a la mínima expresión los mecanismos de control que actúan sobre el vuelo. Más ahora, con déficits tremendos de atención y de silencio, cuando la no siempre cierta promesa de una larga esperanza de vida mayora, sin especias, las aceleraciones con que atraen los abismos a sus víctimas calientes.

Hay fenómenos gravitatorios en los deseos. Hombres-pluma rodando hacia los centros de su animalidad, olvidando (en el mejor de los casos) los cansados milenios de la especie, guardando en un cajoncito del despacho la pistola schopenhaueriana del disgusto irresoluble. Directos al penúltimo círculo de Dante, este tipo de zombis cuaja sombras en cada paso dado, crea enemigos grandes como los gigantes de las tablillas sumerias o del Génesis o de... Bueno.

La obra de Pynchon, aunque a veces despiste con los siglos y los años, es siempre actual y subversiva. Lo que ocurre es que Pynchon conoce muy bien el género (el humano, la novela). Sabe que las infinitas combinaciones genéticas de nuestra especie producen un número reducido de posturas vitales; sabe que la mayor parte de las noticias de nuestros periódicos y telediarios apenas hay sufrido variación, en su fondo, a pesar de los siglos.

Pynchon es un juerguista de la observación y la vida le gusta. Eso se nota en la vitalidad de sus personajes, que rebosan humor y esa temporal sabiduría que otorga la salud. Así es Doc, el detective, el personaje principal de Vicio propio (término legal que recomiendo aclarar antes o después para que dé su luz a la lectura). A Doc se le pierde la novia en la billetera de un multimillonario poco después de que el Hombre (si no mienten) pisara la Luna. Shasta, que así se llama, busca a su ex para proteger a su tipo: cree que a su rico amante le espera una trampa de su esposa. Este sencillo argumento inicial llevará a Doc a un largo paseo por el laberinto del alcantarillado de los homínidos bobos: la prostitución, las drogas, los paraísos fiscales, la colaboración de las instituciones democráticas con las mafia... La novela va escalando peldaños hasta lograr la plena identificación entre los poderes oscuros de la oscuridad y los poderes limpios de la oscuridad. El mecanismo no es nuevo.

Doc, a ratos héroe y a ratos antihéroe, conseguirá pasearse entre conspiraciones y música maestra (Pynchon ya nos ha dado antes otras bandas sonoras) sin convocar a la muerte. No tiene grandes motivaciones para acercarse al peligro, pero no teme (y eso es una forma de confianza) al azar. Sabe que su miseria no es mayor que la de aquellos que la motivan, y en eso anda: viviendo por vivir entre drogas e iluminados, entre absurdos y mequetrefes, cuyas caricaturas, esta vez, se semejan a meras fotografías.

Vicio propio es una de las obras más asequibles de este autor, pero no de las mejores. Hay un sacrificio del mejor Pynchon en estas páginas para obtener el mejor Doc y un ritmo rápido de tarantela popular. Es quizá necesario para un justo homenaje a la novela negra americana. El lector místico (el que ve lo que no está escrito) percibirá la potencia de la mirada Pynchon, sentirá que el género negro se le queda corto, que se calla, que se inhibe. Acabará prefiriendo, eso sí, al autor de Mason y Dixon, de El arco iris de gravedad; el mismo que vuela con cálculos que no se corresponden con los números de Bernoulli, el que la gente se queja de no entender, ese afilador de la atención que enciclompendia la Literatura. Vicio propio es, casi lo firmaría, un aperitivo de balneario para lo que nos espera a los pacientes. Ya veremos.

martes, 26 de octubre de 2010

La bella dama despiadada, Alain Chartier


De Alain Chartier se ignoran las fechas de las tumbas. Se sabe que tuvo una vida corta, que trabajó para la corte francesa de la época (s.XV) y que escribió desde que supo. Poco más. Dejó poemas y escritos políticos, sátiras dedicadas a las instituciones de su tiempo, burlas didácticas empeñadas en apuñalar la estupidez (que, sin embargo, ha seguido impertérrita hasta nuestros días).

En 1996 Gredos publicaba una edición castellana de este libro. Se sabe que, al menos en catalán y en francés, ya circulaba por las manos intelectuales de la península poco después de la muerte del autor.

Leí La bella dama despiadada un día claro y soleado. Lo leí en voz alta, con esa voz de cura que me sale cuando tengo el alma herida. Trata el viejo tema del amor. El poema es un diálogo entre un enamorado y su amada. Él está enamorado, ella no. El tema, como es dicho y como es fácil afirmar por el principio de inducción de la experiencia, es viejo. Con no menos sorna lo escribía mi adorado Heine (quien no ha leído a Heine… ¿qué ángeles ha leído?) como cita al principio del capítulo XX de su Alemania. Copio:

"Ella era encantadora, y Él la amaba; Él, sin embargo, no era encantador, y Ella no le amaba." (Antiguo drama)

Copio también ese principio elemental de Risa en la oscuridad, de Nabokov:

"Érase una vez un hombre llamado Albinus, que vivía en Berlín, Alemania. Era rico, respetable, feliz. Un día abandonó a su mujer por una amante joven; amó; no fue amado; y su vida acabó en un desastre.
Éste es el cuento, en suma, y podríamos haberlo dejado aquí si no fuera por el interés y el placer de narrarlo. Pues aunque basta el espacio de una lápida para contener, encuadernada en musgo, la versión abreviada de la vida de un hombre, los detalles siempre se agradecen."


La verdad es que los detalles no siempre se agradecen, pero bueno. Lo cierto es que La bella dama despiadada es un libro raro. Digamos que tiene… una versión profunda de los hechos. Me pasó la sombra (un tanto a toro pasado) de esos estudiosos que ven en el amor cortés una especie de Cábala cristiana. (Artículos hay en cualquier base de datos por si a alguien le interesa). Pero estoy convencido de que fueron imaginaciones mías, de que tal impresión se debió a la magistral composición de este poema.

Lo leí con placer, le puse esos cojines al espíritu, canté el Hava Nagila. El enamorado cuenta las grandezas de sus sentimientos; los escucha una dama imperturbable que apela a la cordura de la peor forma posible: con ayuda del desprecio y de la indiferencia. Por ejemplo: él le cuenta a ella que se enamora de sus ojos, y ella le responde:


"Muchas ganas de sufrir tiene
Y mal guarda su corazón
Quien, frente a una sola mirada,
No cuida su paz y su gozo.
Quienquiera que os mire, yo u otra,
Los ojos son para mirar.
En modo alguno me preocupo,
Y a quien le duela, que se cuide."


Es suficiente. Quien lo lea disfrutará, si no se distrae. Llegados a este punto no me atrevo a continuar porque amanecen puntos de tangencia en demasiados frentes. Una cosa es cierta: no siempre uno consigue lo que quiere. Pero ése es el camino de las Ítacas…

domingo, 19 de septiembre de 2010

El lago, E.L. Doctorow


Este verano me dio por releer esta obra de Doctorow. Recordaba muy poco, casi nada de lo que pasaba por estas páginas que tenía, un día tras otro, justo detrás de mí y a la altura del lóbulo izquierdo de mi oreja. La juventud, la inercia de algún sentimiento obsesivo o desatento no me impidieron entender (aquella primera vez) que me perdía mucho. Todo hubiera quedado ahí, pero frente al ordenador todavía pienso, es decir, cambio de posición, y siempre me encontraba con EL LAGO (justo encima del rombo seccionado de Argos-Vergara), y yo tuve siempre esa tendencia infantil a abrir los aparatos de radio y los ojos de aprender.

Años 30. La Gran Depresión en EEUU. Personajes absurdos con variable poder adquisitivo, con una lucidez intermitente producto más que nada de la probabilidad, escriben esta novela coral que rezuma ironía, inteligencia, humor y acrobacias posmodernas. Desconcertante al principio, la novela no tarda en merodear el entusiasmo del lector. Diálogos a ciegas, poemas exagerados llenos de verdades y humor, párrafos de una genialidad sobrecogedora, situaciones grotescas que obligan por contraste a mirar a lo lejos. Lectura rápida y placentera como pocas.

Mención aparte haré de Clara, uno de los personajes, que Doctorow retrata en tres párrafos distantes con una precisión de reloj atómico.

“Creo que era inconsciente de su don, del hecho de que su presencia ocupaba un gran espacio moral a su alrededor, aunque era sorprendentemente menuda, el cuerpo de huesos pequeños con hombros angostos. No había nada imponente en ella excepto la alarmante dimensión de sus estados de ánimo.” (Nótese que la descripción física deviene mera apostilla de la otra).

“Siempre era así, intensa y directa con aquello en que se fijara aunque fuera un insulto para todo lo demás. No era esnobismo ni nada semejante… de hecho ella no era consciente de su interés por una situación y creo que aquél era el núcleo de su fuerza y de su efecto. No entendía nada de cortesía en el sentido de que no se sentía sujeta a ella. Proclamaba sus sentimientos y sufría las consecuencias.”

“Clara tenía una visión despiadada del mundo. Carecía de principios visibles. Cada uno de sus estados de ánimo y de sus sentimientos era intenso y fiel a sí mismo… aunque no al anterior ni al posterior. Se encendía y se apagaba como las horas del día.”

Y luego el humor desatado en torno de Warren Penfield… yo casi me llamo así. Qué grande Doctorow. Da cierta pena hablar de un libro difícil de encontrar, porque el énfasis por compartir acaba obstaculizado por las rudas tareas de la edición, la distribución, y cosas similares. Ahora lo pienso y casi se me van los ánimos, pero la Transformada de Laplace también tiene inversa. Porque vuelvo a repasar el libro y me encuentro con algunas frases subrayadas:

“No sabría explicar qué quería yo de la pobre Libby pero todo lo que hacía era para conseguirlo.”

“Cuando no eres nadie y no tienes nada, dependes de tus desgracias para respetarte a ti mismo.”

“Me he pasado la vida entendiendo sentimientos, sí, los míos y los de los demás, a eso me dedico, eso es lo que hacen los poetas, eso es lo que se supone que hacen los poetas.”

“Ni una sola vez reflexioné en la forma peculiar de plegarse a mis deseos que tenía la vida en los últimos tiempos.”

“Pasamos por puentes de hierro con suelo enmaderado recuerdo ríos congelados con remolinos de espuma amarilla recuerdo bosques enteros de siemprevivas cristalizadas en hielo, luz pulverizada, tuve que atarme un trozo de cartón sobre los ojos para ver el camino.”

Inolvidable novela de este viejo profesor que sigue (eso sí pueden comprobarlo) en buena forma. El aire decadente de sus personajes se funde con la percepción de un espacio vasto como el mapa de su patria (la de ellos, o la de él). Desde la fealdad y lo rocambolesco Doctorow tiende un puente por el que pasa un hilo de inteligencia última. Que... ¿adónde va? Al lector, claro, al lector.

sábado, 19 de junio de 2010

Viaje en torno de mi cráneo, Frigyes Karinthy


Frigyes Karinthy fue un escritor húngaro de principios del siglo XX. Gozó de gran reconocimiento en su país. Escribió cuentos, novelas, poesía. Su escritura, como buena parte de los vivos, fue humorística al principio, luego se tornó irónica y más tarde se trufó de cinismo.

Viaje en torno de mi cráneo es un libro peculiar. Frigyes Karinthy narra los días que transcurren desde la aparición de los primeros síntomas del tumor cerebral que padeció hasta que es operado (en Oslo) y dado de alta. No se me ocurre otro tema más anti-literario que éste. Tampoco acabo de comprender cómo ángeles le sale tan bien. Karinthy trata siempre a la enfermedad como algo propio, algo que crece en su interior y empieza a desordenar el mundo en el que vive con alucinaciones, mareos que transforman el mundo en algo acuoso, cambios en la percepción del tiempo y esas cosas. Estas variaciones del mundo que no conocía junto con la tangible proximidad de su muerte obligan a Karinthy a cambiar la tesitura. De ahí el cinismo, que es siempre de quien participó.

No se incomoden los hipocondríacos porque no es un libro que pueda causarles grandes quimeras (de momento). El autor, aunque no omite detalles de su grave dolencia, sabe esquivar divagaciones gratuitas al respecto, limpiar, dice, los estados de ánimo de lo que acontece.

Tolstoi escribe en La muerte de Iván Ilich: “En lo más hondo de su alma se daba perfecta cuenta de que se moría, pero él no estaba acostumbrado a ello; además, no lo comprendía, no podía comprenderlo”. La cita no es azarosa. Hay ciertos detalles que remiten a ese libro en concreto. Karinthy sabe, como dice Nabokov acerca del libro de Tolstoi, que “la muerte física que se describe en el relato forma parte de la vida mortal, no es sino la fase última de la mortalidad”. Ese renacer espiritual que dibujaba Tolstoi también está en Karinthy, pero esta vez en forma atea, carnal y en primera persona.

Kartinhy fue un hombre inteligente. Tuvo además la suerte de ver lo que debe ver un hombre. Eso, él lo supo, es más que suficiente.

No hay indicios de autocompasión y tampoco nosotros la sentimos por él (lo contrario habría sido fatal para el libro). Logra cuajar una voz arriesgada, pero del riesgo obtiene una ventaja. El siguiente trozo de párrafo es un ejemplo:

“Por primera vez gozo del dichoso estado de la irresponsabilidad total. ¿Cómo podría explicar esta sensación a personas normales y sanas? Debéis comprenderlo: un alma tan compleja como la mía es continua e incesantemente presa de una tensión en la que vosotros, felices mortales, sólo caéis una vez en toda vuestra existencia: en cada uno de los instantes de mi vida, me veo obligado a pensar en toda mi vida. Para mí, cada minuto es como para vosotros el instante en que caéis del sexto o os arrastra un ciclón.”

El autor también intentó la traducción. Por ejemplo: le dio a su lengua obras de Swift (a quien veneró siempre) y de Heine (a quien siempre venero). Le gustaban los buenos: “…conozco bien la ciudad (Oslo, dice) gracias a la biografía de Ibsen y a las novelas de Knut Hamsun”. Ejerció el periodismo y se casó dos veces. En algún relato de ficción suyo introdujo la teoría de los seis grados de separación (que andaba por el Facebook hace un tiempo). Algunos trasnochados investigadores de grandes universidades trataron de probar esta vital teoría.

Viaje en torno de mi cráneo es el primer libro traducido del húngaro que leo (los párrafos sueltos de Lúkacs no cuentan). El lector que quiera leer otras cosas de este interesante autor deberá recurrir a otras lenguas. Quien no sepa masque la suya y se conforme con lo que dice el traductor en el prólogo: que éste fue su mejor libro. Lo tradujo un húngaro, un médico psiquiatra que aterrizó en Barcelona tratando de realizar una tesis sobre la literatura catalana antigua. Ignoro lo que ocurrió con su tesis pero la traducción es loable, como la Galaxia Gutenberg.

Hace unas horas me enteré de la muerte de Saramago, ese hombre que supo que lo que él escribía no lo escribía él. Palomas donde esté. A Saramago, que nunca se dio por vencido, no le hubieran disgustado las siguientes palabras de Karinthy “Sólo existen los días. Veinticuatro horas, eso es lo que hay, y siempre es posible de una manera u otra resistir la vida durante ese tiempo”.

martes, 1 de junio de 2010

Hambre, Knut Hamsun


Era una noche de marzo. Después de mucho tiempo volvía a ver a B, a C y a R (altero el orden inicial porque me salía un modelo antiguo (por lo menos) de Honda). En algún momento próximo al inicio R dice tienes que leerte a Knut Hamsun. Knut Hamsun, Hambre, tío, dice. Y no fue la última vez, lo arrastró toda la noche hasta la despedida, apuntó ese nombre del norte en la libreta que llevo, salvo despiste, cerca.

Cuando volvía a casa estaba tan familiarizado con el autor que sin duda lo había leído. Hubiera hablado de Knut Hamsun sin temblores delante de quien fuese. Al menos de ese libro: Hambre. Y ya entonces lo hubiera puesto por las nubes. La verdad hubiera quedado arrollada por la inercia que provocó el énfasis de R.

Hambre apareció de pronto en alguna plaza del Rastro de Madrid. Empezó a deslumbrarme con sus letritas doradas (aquella colección de “autores Nobel” de Orbis) tumbado en una de esas cajas de plástico que fueron fabricadas para albergar pimientos, lechugas, melocotones, todo eso. Sé que me acordé de Winkler y que me llevé unos cuantos de esos “libros Nobel”.

No tengo mucho que decir de este libro, es decir: la genialidad de las obras de arte me provoca algunas veces cierto desinterés, cierta pasividad placentera. Me pareció magistral. Sentí un par de altibajos durante la tarde que duró la primera lectura. Puede que fueran maniobras de vuelo del autor, o puede que me afectara el mal de altura durante algunos momentos. Lo último fue lo que me pareció la segunda vez que lo leí, pero ninguna lectura es definitiva. Magistral dije, ¿no?, eso: magistral.

Más tarde, ya pensando en comentar este libro en este blog, consulté algunos libros, merodeé por internet. Vi ese año: 1890, cuando apareció este libro. Sentí la prisa cerebral de la reordenación, casi no era posible.

Que este libro pertenezca al siglo XIX es casi imposible. Es casi un milagro que en mil ochocientos ochenta y tantos alguien escribiera algo así:

“Dios había metido su dedo en la red de mis nervios, y discretamente, al pasar, había embrollado un poco los hilos. Dios había retirado su dedo y en él habían quedado fibras y finas raicillas arrancadas a los hilos de mis nervios. Y en el sitio tocado por su dedo, que era el dedo de Dios, había un agujero abierto; y en mi cerebro, una herida hecha por el paso de su dedo. Pero después que Dios me tocó con el dedo de su mano me dejó tranquilo y no volvió a tocarme, ni permitió que me sucediera ningún mal. Me dejó ir en paz; pero me dejó ir con el agujero abierto. Y ningún mal me ocurrió por la voluntad de Dios que es el Señor de toda Eternidad…”

A partir de este párrafo se podría escribir un seminario sobre la Literatura del siglo XX. Hay claras referencias a autores posteriores, a grandes autores que todavía no habían nacido, y no sólo en ese párrafo. Citarlos ahora sería algo demasiado vago. Cuando lo lean, si todavía no lo han hecho, lo sabrán, y muchos mejor que yo.

Hamsun cuenta la vida de un escritor sin recursos. Sólo le queda su talento, pero éste apenas puede prestarle una digna manutención. De algún modo la fatalidad no le deja hacer otra cosa que escribir, y cualquier intento por normalizar su vida es vano. Vive pendiente de la aceptación de sus artículos en algunos periódicos. Su moral resiste hasta en las situaciones límite, y su moral le lleva a situaciones límite. Vive en Cristianía, el pasado de Oslo. No tiene dinero, pasa hambre, apenas tiene fuerzas para escribir, pero (proverbio chino) “cuando la flecha está en el arco tiene que partir”.

Llama la atención la incomunicación entre el personaje y la sociedad que lo rodea. El lector es el único que comprende al personaje. Knut Hamsun entabla con nosotros una complicidad que no puede olvidarse. Los párrafos se suceden con ráfagas de humor y de ironía. Uno entiende mucho más allá de lo que dice, y en muchos sentidos (esta vez sí) esta novela es nuestra. (Sentí una rara sensación de control, y detrás la seguridad de que no sería el único.)

En medio del proceso de destrucción personal a que se ve sometido el narrador de este libro, también cabe el amor. Un amor desaforado y cínico, rozando lo animal y lo simbólico a partes iguales.


Hace poco compré Victoria, otro libro de Hamsun. Lo adornaba una cita de Thomas Hardy (¿o era Bashevis Singer?) y era algo así: “Knut Hamsun es la base de la Literatura del siglo XX” (pero yo ya había escrito lo anterior). En realidad los capaces de hacer este tipo de afirmaciones respecto a este autor fueron muchos y muy grandes, pero Hamsun cometió un “error” lógico: regaló la medalla del Nobel a Goebbels. Noruega, su país, lo consideró un traidor y un nazi (no hay en todo su patria una calle con su nombre).

No existe una correlación entre la grandeza de una obra y la grandeza de su autor. Verdaderos malvados escribieron obras inmortales. Hubo santos enormes que no pasaron de la medioridad. Imagínense que se juzgaran las obras de Dostoyevski a partir de las virtudes que cultivó en su vida... Los caminos del genio no son nunca lineales: un nazi pudo escribir obras inmaculadas. Tengo los estantes llenos de mitómanos, esquizoides, iluminados, virtuosos, locos. Al Arte le gustan muchos, afortunadamente.
Y Hamsum incluido.

Mi Hambre es una traducción de la versión inglesa. Ahora ya es posible leerlo (así como otros libros del autor) con traducciones directas del original.

Hace poco, ustedes entenderán, releí El guardian entre el centeno... Salinger se sabía Hambre de memoria.

De nuevo esa pasividad. Gracias, R.

viernes, 9 de abril de 2010

Una libertad soberana, Georges Bataille


Este libro recoge (según leo en la contraportada) palabras de Bataille que nunca se añadieron a sus obras completas. Un artículo sobre España más o menos interesante, reseñas de libros que el autor publicó camuflado con pseudónimos, algún ensayo suelto y la transcripción de 8 entrevistas (algunas de ridícula extensión) que concedió a los medios de su época.

Todavía Bataille no escapa de la visión idealizada que buena parte de la cultura europea tenía sobre España. No acaba uno de explicarse cómo un francés (que pasó cierto tiempo en este país) recurre a los tópicos de Hemingway para hacerse entender. No está del todo mal, en mi opinión, pero tiene un interés salvable.

Las reseñas bibliográficas ocupan la mayor parte del volumen que edita Paradiso. Aunque algunas se salvan, en general son reseñas bastante mediocres. En algún caso el autor parece no haber leído el libro. Estas son las líneas que quieren explicar las Intimidades berlinesas, de Isherwood (probablemente el mejor libro de los que reseña):

«”Uno de los mejores libros de este tiempo”, según Stephen Spender. Hacia 1920 no se había dicho nada mejor de Paul Morand… No se puede negar la soltura y la naturalidad del autor. Y no se podría encontrar pintura más delicada ni aparentemente más verdadera de Alemania en vísperas de la ocupación nazi que esta novela de agradable lectura.»

Como Bataille solía ser más brillante, uno piensa que sus pseudónimos (esta vez) tratan de relajar su responsabilidad sobre las reseñas. Y es que a veces la agenda no da para más.

Aunque muy lejos de aquella biografía de Quevedo que editó Vitae (obra cumbre de erratas) o de La montaña mágica de Porrúa (yo leí la 2ª edición) el libro presenta ciertas gracias indeseables. En la reseña dedicada a Soviet Philosophy. A Study of Theory and Practice (de un tal John Somerville) se lee: realcionó, filosofóa, Isistir, trasncribir y filsófica. Afortunadamente tal densidad de tensiones no es habitual.

Más adelante leemos un panegírico de Maurice Blanchot. Creo que es lo mejor de este libro de Bataille. Luego las entrevistas. En ellas Bataille muestra su visión transgresora, su fascinación por el misticismo, su difícil infancia. No se pueden negar algunos destellos fascinantes entre las cintas de Moëbius de las conversaciones.

Bataille fue, a su modo, un existencialista. Cultivó fetichismos inquietantes y sintió predilección por los abismos. Como muchos existencialistas se exageró de tal modo, que el mundo le llegó pequeño y ya sin fuerzas. Mitómano por naturaleza, dio cobijo al surrealismo y a Freud. Pero desde esa parte lúgubre de la especie que, por suerte o por propia decisión, acabó habitando, Bataille tiene cosas que decir. Y las dice, cómo no, pero no en estas páginas.

martes, 16 de marzo de 2010

El economista camuflado, Tim Hardford


“Hallarás la distancia que te separa de ellos, uniéndote a ellos”. Lo decía Porchia, ese hombre. Quizá el aforismo encierre una buena razón para leer libros del tipo best seller. Porque (y no me salgo del argentino) “las altura guían, pero en las alturas”. De todos modos, medir los abismos que descansan entre dos (o más) ilusiones es otro (más) de los saltos mortales a los que suele arriesgarse la especie humana.

Se quejaba Pessoa de la mala calidad literaria de los libros esotéricos (no señalo la cita porque dejé el libro (el del desasosiego)). La queja puede extenderse, sin que mengüe su espesor, a muchas áreas, y este libro está en alguna de ellas. Pero quién sabe… la traducción.

Otra cosa es lo que dice. Bastante peor, quiero decir. Expone la doctrina del liberalismo económico, que en realidad es el anarquismo del gran capital (Chesterton ya hablaba de estas cosas), pero lo hace de modo panfletario. A veces intuye que va demasiado lejos y se queda en el cuarto pino de su discurso natural. A veces intuye que va demasiado lejos pero no impide que sus elucubraciones condensen la sandez.

El libro, no digo que no, tiene su gracia. Su dosis de humor, quiero decir. Yo, por ejemplo, me he reído mucho. Porque en conjunto, para el avisado, no deja de ser una ironía. En el segundo párrafo de su introducción se lee:

“Éste es un libro acerca de cómo ven el mundo los economistas. De hecho, tal vez haya un economista cerca de ti en este momento. Tal vez no puedas distinguirlo, ya que una persona normal no notaría nada especial en un economista. Pero las personas normales sí resultan especiales a los ojos de los economistas. ¿Qué es lo que ve un economista? ¿Qué te diría él, si te tomaras la molestia de preguntarle? ¿Y por qué deberías hacerlo?”

Vale la pena leerlo más de una vez… El libro hubiera resultado más prometedor si el párrafo en cuestión dijera lo siguiente:

“Éste es un libro acerca de cómo ven el mundo los hombres. De hecho, tal vez haya un hombre cerca de ti en este momento. Tal vez no puedas distinguirlo, ya que una persona normal no notaría nada especial en un hombre. Pero las personas normales sí resultan especiales a los ojos de los hombres. ¿Qué es lo que ve un hombre? ¿Qué te diría él, si te tomaras la molestia de preguntarle? ¿Y por qué deberías hacerlo?”

De este modo se anulan las falacias, y no sólo eso.

Por otra parte, el error del subtítulo es de libro. “La economía de las pequeñas cosas”, dice. Quizá lo pequeño está de moda, quizá "pequeño" sea una palabra fetiche en el mundo de la mercadotecnia. Dicho subtítulo sólo vale, en este caso, para unas pocas páginas y para algunos comentarios perdidos en medio de palabras muy grandes y distantes (Camerún, China, OPEP, Taiwan, EEUU, OMS, EPA y otras similares).

David Ricardo, Arrow, Keynes, Shiller… desfilan por estas hojas a modo de homenaje y a modo de herramienta explicativa. Se pretende hacer ver que la globalización es un proceso inevitable (yo también lo creo) consecuencia del ideario del liberalismo. Hardford señala los peligros a los que se enfrenta la economía de mercado: el poder de la escasez, las externalidades (el calentamiento global, por ejemplo), y la información privilegiada. (Es decir aquello que hace peligrar la economía de mercado es lo mismo que la sostiene. Ésta es en realidad la clave de por qué el mundo es como es: soporta mejor las paradojas que las utopías.) Pero además el mercado debe ser libre, nos dice el autor, con lo cual el Estado debe limitarse a vigilar su inacción, a perderse en una catarsis globalmente reconfortante, a fabricarse un satori a la sombra de los tanques. (Esto, que ya está pasando, era de esperar: después de atentar contra Dios quién iba a ser el siguiente. El Estado, claro.) De este modo, los individuos sólo adquieren poder en tanto en cuanto son consumidores. Ahora el futuro ya no pasa por el oráculo de Delfos, puede atisbarse en una muestra representativa de alacenas.

Hay algunos argumentos que causan sonrojo. Los evitaré por educación al ocasional lector que descienda por estas líneas. Y poco más que decir, se me van las ganas.

El autor debe ser un tipo inteligente, con una educación esmerada y un trabajo bien remunerado en algún lugar de este planeta. Probablemente está contento de conocer lo que conoce y cree estar bien informado. Todo lo que sabe, sin embargo, lo sabe desde fuera. En ningún momento dudará de su propio nombre.

Como el mayordomo de La piedra lunar abro al azar mi Robinson Crusoe. Leo: “De este modo, el miedo borró toda esperanza religiosa; toda mi anterior confianza en Dios, fundada en la maravillosa prueba de su bondad, se desvanecía ahora, como si Él, que hasta entonces me había nutrido milagrosamente, no tuviese fuerzas para proteger los bienes que su bondad me había permitido poseer”.

(Ignoro cómo transmitirles mi sorpresa.)

No desaconsejaré la lectura de este libro. Muchos son los hombres que habitan en el mismo mundo que Tim Hardford. A ellos les valdrá para saber por dónde van los tiros en la mayoría de los países, y, en los demás, las pelotas de goma.