domingo, 3 de enero de 2010

Amuleto, Roberto Bolaño


Esta novela breve descansa sobre esos personajes perdidos en medio de nada mexicana (esos personajes de Los detectives salvajes), impregnados de Literatura, pero rotos de tal forma por la vida que la mínima posibilidad de una gloria futura parece una torpe ironía del destino. Son personajes que, de algún modo, sobreviven a su propia miseria: en ellos se materializa la antigua doctrina griega del páthei/máthos, y es el propio dolor el que termina siendo una fuente de sabiduría, o, al menos, el que aúpa y legitima unos caracteres que la Historia suele tragarse sin conmiseración.

Amuleto gira en torno a los sucesos ocurridos en México en la segunda mitad del 68, cuando el ejército ocupó la UNAM. Auxilio Lacouture, una uruguaya que terminó viviendo en México, nos cuenta la novela (que es un monólogo). Sus peripecias giran en torno a la poesía y la indigencia. Cuenta que fue la única que resistió la ocupación del ejército en el interior de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, y acabó convirtiéndose en una especie de baluarte que impidió la completa aniquilación de la autonomía universitaria. Lo recuerda una y otra vez: porque el final, alegórico, refiere los asesinatos de Tlatelolco, que fue la salida natural de toda aquella locura militar. “Allí yo no fui, yo no pude ir…”, dice Auxilio cerca del principio, pero esa frase justifica, en una personalidad bastante simple, las tiernas visiones polares del final.

La prosa de Bolaño es irregular, pero rápidamente irregular, y eso camufla bastante lo que tendería, de otro modo, a alternar el tedio con el gozo. Porque eso sí, cuando a Bolaño le salen las cosas le salen como perlas. Algunas de las descripciones del DF pueden dejarnos sin aliento. El capítulo 12 es magistral. Pongamos este trozo:

“Así que Coffeen se quedó petrificado en su gesto que me invitaba a marcharme y yo me quedé petrificada en el sofá, mientras mi mirada se paseaba por el suelo, por los muebles, por la pared y por la figura del mismo Coffeen, en el gesto típico de quien está a punto de acordarse de algo, un nombre en la punta de la lengua, un pensamiento que se empieza a gestar en medio de descargas eléctricas y ríos de sangre y que sin embargo permanece como entre sombras o informe, atemorizado de sí mismo o atemorizado del engranaje que lo ha puesto en marcha, más bien atemorizado del efecto que ineludiblemente va a causar en el engranaje, pero que por otra parte no puede retrasar el encuentro, la salida, como si la palabra Erígone repetida hasta conformar una suerte de fórceps lo fuera sacando de su cueva en medio de berridos y risas involuntarias y otras atrocidades.”

Hay luego ese sentimiento descorazonador y desasosegante que tenía la pluma de este autor. Yo no sé si es un logro o un defecto. Lo cierto (para mí) es que no logra esa inversión pacífica y purificadora de las obras maestras. Temo (es un decir) que si algún día el olvido lo reclama sea ése el principal motivo.

Por mi parte, aunque no considere una urgencia la lectura de otro libro de Bolaño, haré por que el azar, dentro de un tiempo, me ponga en las manos otra de sus obras.