martes, 30 de junio de 2009

La dalia azul, Raymond Chandler


Raymond Chandler creció y se educó en Inglaterra. Acabó viviendo en California, y mucho del dinero que ganó como escritor provenía de las cuentas de Hollywood. Su carrera literaria se inició tarde y en el género negro. Primero escribe relatos breves, luego novelas que son, muchas veces, extensiones o ampliaciones de los relatos ya publicados. Fue el creador del detective Philip Marlowe, que figura en todas la antologías de la novela negra.

La dalia azul es un relato no terminado que en determinadas circunstancias (que no nos incumben) la Paramount trata de llevar a la pantalla. Raymond Chandler tuvo sus problemas para terminar el guión, aunque lo logró finalmente con una permanente y medicalizada borrachera. Todo eso se cuenta en el prólogo o en una especie de introducción del productor (creo). Apuntala la extravagancia del escritor, pero en la Literatura lo extravagante es no ser extravagante.

La escritura de Chandler es clara y ocurrente (quizá no puede ser de otro modo, porque este libro es un guión). Sabe dejarnos pensativos con frases de personajes superficiales; sabe trenzar el chiste fácil hasta convertirlo en pensamiento. Pero esto, aunque loable, es común en el cine de la época.

Cuando alguien escribe no sólo escribe, también se deja él mismo en lo que trama. Los que aman la Literatura saben a lo que me refiero, quizá también los seguidores de Nonaka y Takeuchi que investiguen sobre el conocimiento tácito y explícito en empresas, organismos y demás. En esto es en lo que Chandler no es normal. Chandler calla muchas cosas: algunos de sus silencios son rituales del cine; otros, en cambio, son cápsulas de significado brutales. Chandler sabe mucho más de lo que cuenta. Sabe mucho más de lo que no hay forma de contar. Entre palabras y líneas, uno empieza a tener la sensación de estar leyendo a un buen hombre, a un gran hombre. El que lee acaba disfrutando a partes iguales de la historia y del escritor.

Por lo demás, el guión presenta importantes errores en puntos clave. Es posible que se deba, en parte, al truculento modo de llevarlo a cabo. (No sé qué organismo de los EEUU prohibió que el asesino fuera el asesino, y las cosas se cambiaron.) Por otras causas a Stendhal (por señalar un ejemplo, aunque hay a docenas) también le fastidiaron el final de La cartuja de Parma.

Lectura entretenida que no nos obliga a visualizar la película, pero sí a leer más libros de Raymond Chandler y a esta inesperada reseña.

sábado, 27 de junio de 2009

Contra Apión, Flavio Josefo


“Quien no conoce la historia está condenado a repetirla.” La sentencia, que ya es de todos, apareció en la cabeza de G. Santayana. La considero falsa en muchos sentidos. Por un lado supone que el mundo es (en exceso) manipulable; por otro, juzga la iteración de forma negativa. En los dos casos yo pensaría del revés. Supongamos la locura (a despecho de Heráclito) de que una misma situación se repite, con total exactitud, dos veces en la historia. El segundo que la vive es un sabio de memoria formidable. Frente a dicha situación puede que el sabio tenga una determinada intención, pero recuerda que eso mismo salió mal (o bien) en aquel tiempo, en aquel lugar. Siendo sabio sólo modificará su intención por evitarse el sonrojo del ridículo de imitar a tal o cual personaje, porque sabe que al antes va a cambiarlo el después. Evitará pues los rubores de la copia, pero también la sorpresa de contemplar el éxito de lo que en otro tiempo fue un fracaso.

Digamos que la historia tiene el formato de la página. Esta frase es también una versión de lo que ya dijera Tolstoi: “Todo sucederá como si estuviera escrito”. El lenguaje puede contar lo que ocurrió, pero no puede contar la verdad, y más cuando se elimina la repentina iluminación de las metáforas. El ya inmortal Gabriel García Márquez, en su Vivir para contarla, escribió esta cita: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”. Muchos encontraron pegas a este pensamiento. De repente había un centro dinamitado, una convención que se ponía en duda. La posibilidad de alterar lo ocurrido en beneficio de la estética no gustó a muchos académicos.

Flavio Josefo fue un historiador judío del s. I. Le preocupaba contar la verdad, le preocupaba que otros no la contaran o la modificaran. Durante la revuelta judía que acabó con la destrucción del Segundo Templo estuvo al mando de las tropas judías en Galilea. Cayó preso frente a las tropas de Vespasiano, pero su cultivada educación y la predicción (dicha cara a cara) de que éste sería emperador, acabaron otorgándole, con el tiempo, la ciudadanía romana y una inmensa finca en Judea. Convertido en ciudadano romano dedicó su tiempo a la escritura de libros de historia judía. Los judíos lo consideraron (puede que el empleo del presente sea también correcto) un traidor.

Contra Apión es un libro atípico en toda la obra de Josefo. Es una defensa de la raza y las costumbres judías frente a las continuas críticas y acusaciones vertidas en otros libros. Apión lidera un considerable grupo de escritores (Manetón, Queremón, Lisímaco…) que atacaron, desacreditándolo, despreciándolo, al pueblo de Josefo.

Muchos cuestionan su antigüedad y la refutación de Josefo es extensa y elegante. Manetón, en su Historia de Egipto, relata la conquista de Egipto por los judíos y su posterior expulsión. Josefo cuestiona las causas de dicha expulsión y la cronología. Limpia la figura de Moisés (hombre indescifrable), que salía maltrecha en el relato del egipcio. Hasta aquí las consideraciones son históricas.

En el libro segundo (la obra tiene dos) se refutan acusaciones variopintas. Se dice que los judíos son culpables de la sedición de Alejandría, que adoran cabezas de asnos, que juran odio eterno a los extranjeros, que practican el asesinato ritual (lo misma acusación que tuvo que rebatir Apolonio de Tiana). Algunas de estas acusaciones parecen ser de épocas recientes. Apolonio Molón dice que son “los bárbaros más ineptos, y, en consecuencia, los únicos que no han aportado nada útil a la humanidad”. Josefo encuentra siempre la manera de desmentir estas cosas. A veces de modo visceral y gracioso: “…nosotros no concedemos honor ni prerrogativa alguna a los asnos, como hacen con los cocodrilos y las víboras los egipcios, que consideran dichosos y merecedores de la divinidad a los que son mordidos por las víboras o devorados por los cocodrilos”.

En la parte final se exponen la vida y la fe de los judíos. También las virtudes de las leyes que nos dejó Moisés. El tono es claramente apologético.

A Contra Apión, como a todos los libros con propósito refutatorio, le falta brillantez. De todos modos el escritor de Las guerras de los judíos y Antigüedades siempre sale bien parado. Sus claras exposiciones y sus impecables razonamientos son un regalo que no todos pueden dar. Pero este libro da para poco más:

Flavio Josefo dice de los griegos: “Los que se dedicaron a escribir no se esforzaron en buscar la verdad, aunque esa es su promesa constante, sino que intentaban demostrar su habilidad literaria”. Pero yo me pregunto: ¿dónde hay más verdad?: ¿en la Odisea o en la Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano? Desde luego en la Odisea (y no lo siento por Gibbon, cuya obra es impresionante). La ficción, cuando consigue esa cumbre del mito, es la ciencia de la Historia, la de todos, el descubrimiento y la aplicación del método inductivo que tanto defendió Bacon al acontecer diario, la suma teológica de los tiempos. Se ve que hablo en otro plano y que todos entendemos a Josefo, pero reincido:

Del mito sólo se libra quien lo ha vivido, quien no lo ha conocido como mito. Ese hombre supuesto es el que sabe lo que realmente pasó en Hameln (Hamelin). Más que como empecé yo acabaría: “Quien no ha vivido la historia está condenado (o invitado) a repetirla”.

martes, 16 de junio de 2009

El péndulo de Foucault, Umberto Eco


Este libro se publicó en 1988, y fue uno de los títulos editoriales más esperados de aquel año. Lo compré entonces, o casi entonces, pero yo tenía 10 años y no llegué a acabarlo. Me quedé ahí, a 150 páginas de finalizar la cuarta edición de P-J. No entendí demasiado y me cansé.

El inteligente Umberto había publicado unos años antes El nombre de la rosa, que es una novela con mil sentidos y que a la gente le encantó. Esa novela tenía la virtud de convertir al lector en una especie de policia doctorado en Filología Clásica e Historia Medieval. Uno cerraba el libro y el mundo (¡carajo!) acababa cubierto de significados impensables unas horas antes. De pronto se veía distinta la puesta de sol, la calle ensombrecida con los pocos caminantes de la tarde, la tortilla de patatas. Esa fue la ilusión que debió de gustar a la gente. Tan habituados a la rutina, de pronto tenían acceso a una cultura vastísima que, vaga suposición, creían entender. Umberto Eco repite fórmula en este libro (incluye una cita en hebreo), pero sólo hasta cierto punto. Quiero decir: al final (lo que yo no leí entonces) desmiente la fórmula.

Casaubon (narrador), Diotavelli y Belbo son los tres principales del libro. El primero realiza una tesis doctoral sobre los templarios y durante ese proceso conoce a los otros dos. Luego vive en Brasil, se enamora, pierde a su enamorada y regresa a Italia. Cuando vuelve acaba trabajando con Diotavelli y Belbo en la editorial Garamond. Esta editorial se plantea lanzar una colección de libros esotéricos. Y ahí está la cosa.

Entre los tres acaban elaborando una especie de trama o de plan que incluye toda (casi) la literatura esotérica: templarios, rosacruces, asesinos (los de Alamut), bogomilos, jesuitas, paulicianos, anabaptistas, nazis, cabalistas, cátaros, masones… La trama que elaboran no tiene apenas seriedad, incluso se utilizan métodos aleatorios (se recurre a un computador llamado Abulafia, como el cabalista ibérico que creyó ser el Mesías) para completar secuencias dudosas, pero ellos mismos son los primeros que pierden esa noción de juego. Finalmente esa trama inventada llega a ponerles en serios apuros.

Este libro no la ha concebido un escritor normal, en realidad sólo Umberto Eco podría haberlo escrito. La composición es compleja: comprende 120 capítulos que se reparten de forma poco igualitaria en 10 partes. Estas partes tienen los nombres de las sefiroth del Árbol de la Vida de la Cábala en posición descendente. Cada capítulo (algunos brevísimos), está precedido, por regla general, por una cita de libros ocultistas. Pero también están Bruno y Lucrecio. Hay una que no tiene desperdicio: “Tiene la locura un inmenso pabellón donde a gente de todas partes da pensión, sobre todo si tiene oro y poder a discreción”. La frase, de graciosa traducción, es de un tal Brandt, y vale como resumen de la intención de Eco.

Muchos ven en este libro una crítica al esoterismo, a la forma con la que se elabora esa física de la metafísica. Es así. Hay elementos de humor que ridiculizan las ciencias ocultas, si bien es un humor no exento de tristeza y puntual. A mí me parece, además, una revisión del mito de la Torre de Babel que se narra en el Génesis, ese complejo libro que parece estar pasando siempre. Llegar a los cielos, hacerse con el verdadero sentido de la existencia, se supone que da un poder definitivo. Por lo tanto es codiciado por el poder, que es un retroalimentado Midas sin lección. Bien.

“¿Conclusión? Irreal planteamiento” (César Simón). No hay rito más iniciático que la propia vida. Ir más allá de la existencia es no sólo perderse la existencia, sino entablar amistad con los dudosos mundos del vacío. En la comprensión y experiencia de la vida todos somos iguales, aunque a unos interesará más y a otros menos. Un millonario no sabe más que la última renta de Zimbabwe. Lamentablemente para algunos millonarios y para algunos locos esto es una tremenda injusticia. Allá ellos.

Las páginas del final son sin duda las mejores, ya libres de tanta escatología y tanto premeditado absurdo. La trágica situación del personaje facilita el fraseo de verdades encadenadas: “Comprender todo cuando ya no hay nada que comprender”. Esto pasaría por un postulado de la mística.

Apunto una idea que no suele verse por ahí pero que Umberto Eco sabe que es importante. Yo la llamo (para mi uso personal, aunque quizá tenga otro nombre) la ley del precedente. Hace referencia a nuestra responsabilidad a la hora de obrar, de actuar, de decir. No es una responsabilidad personal, sino de especie. Valga esta cita del libro para indicarla: “La gente está sedienta de planes, si le ofreces uno se arroja sobre él como una manada de lobos. Tú inventas y ellos creen. No hay que crear más imaginario del que hay”.

No puedo olvidarme de una última cita que Umberto Eco atribuye, con interrogantes, a Chesterton: "Desde que los hombres han dejado de creer en Dios, no es que no crean en nada, creen en todo". Yo le quitaría los interrogantes.

lunes, 8 de junio de 2009

Ciento volando de catorce, J. Sabina


Diviértese Sabina en esta obra
con canciones a medias, sonsonetes,
donde pululan malos y amiguetes
y la bífida lengua de la cobra.

La toma con el mundo, como todos
aquellos que lo sufren o lo gustan.
Sus verdades son puños que no asustan,
su ironía no se rompió los codos.

Enumera, directo y ciudadano,
las miserias de muchos, las patrañas
que desvelan los güisquis o las cañas.

Hondo a veces, batalla con lo vano.
Es uno más, pasota, este Sabina.
El hombre que ha doblado aquella esquina.