martes, 19 de julio de 2011

Vicio propio, Thomas Pynchon


A la gente le gusta despeñarse. Algunos reducen a la mínima expresión los mecanismos de control que actúan sobre el vuelo. Más ahora, con déficits tremendos de atención y de silencio, cuando la no siempre cierta promesa de una larga esperanza de vida mayora, sin especias, las aceleraciones con que atraen los abismos a sus víctimas calientes.

Hay fenómenos gravitatorios en los deseos. Hombres-pluma rodando hacia los centros de su animalidad, olvidando (en el mejor de los casos) los cansados milenios de la especie, guardando en un cajoncito del despacho la pistola schopenhaueriana del disgusto irresoluble. Directos al penúltimo círculo de Dante, este tipo de zombis cuaja sombras en cada paso dado, crea enemigos grandes como los gigantes de las tablillas sumerias o del Génesis o de... Bueno.

La obra de Pynchon, aunque a veces despiste con los siglos y los años, es siempre actual y subversiva. Lo que ocurre es que Pynchon conoce muy bien el género (el humano, la novela). Sabe que las infinitas combinaciones genéticas de nuestra especie producen un número reducido de posturas vitales; sabe que la mayor parte de las noticias de nuestros periódicos y telediarios apenas hay sufrido variación, en su fondo, a pesar de los siglos.

Pynchon es un juerguista de la observación y la vida le gusta. Eso se nota en la vitalidad de sus personajes, que rebosan humor y esa temporal sabiduría que otorga la salud. Así es Doc, el detective, el personaje principal de Vicio propio (término legal que recomiendo aclarar antes o después para que dé su luz a la lectura). A Doc se le pierde la novia en la billetera de un multimillonario poco después de que el Hombre (si no mienten) pisara la Luna. Shasta, que así se llama, busca a su ex para proteger a su tipo: cree que a su rico amante le espera una trampa de su esposa. Este sencillo argumento inicial llevará a Doc a un largo paseo por el laberinto del alcantarillado de los homínidos bobos: la prostitución, las drogas, los paraísos fiscales, la colaboración de las instituciones democráticas con las mafia... La novela va escalando peldaños hasta lograr la plena identificación entre los poderes oscuros de la oscuridad y los poderes limpios de la oscuridad. El mecanismo no es nuevo.

Doc, a ratos héroe y a ratos antihéroe, conseguirá pasearse entre conspiraciones y música maestra (Pynchon ya nos ha dado antes otras bandas sonoras) sin convocar a la muerte. No tiene grandes motivaciones para acercarse al peligro, pero no teme (y eso es una forma de confianza) al azar. Sabe que su miseria no es mayor que la de aquellos que la motivan, y en eso anda: viviendo por vivir entre drogas e iluminados, entre absurdos y mequetrefes, cuyas caricaturas, esta vez, se semejan a meras fotografías.

Vicio propio es una de las obras más asequibles de este autor, pero no de las mejores. Hay un sacrificio del mejor Pynchon en estas páginas para obtener el mejor Doc y un ritmo rápido de tarantela popular. Es quizá necesario para un justo homenaje a la novela negra americana. El lector místico (el que ve lo que no está escrito) percibirá la potencia de la mirada Pynchon, sentirá que el género negro se le queda corto, que se calla, que se inhibe. Acabará prefiriendo, eso sí, al autor de Mason y Dixon, de El arco iris de gravedad; el mismo que vuela con cálculos que no se corresponden con los números de Bernoulli, el que la gente se queja de no entender, ese afilador de la atención que enciclompendia la Literatura. Vicio propio es, casi lo firmaría, un aperitivo de balneario para lo que nos espera a los pacientes. Ya veremos.