domingo, 8 de noviembre de 2009

Brigitta, Adalbert Stifter


Excelente.

No hay nada que descubrir. Desde la primera página las palabras de este hombre te envuelven con una parsimonia de tortuga, con una brillantez indescriptible. La prosa de Stifter está tan cargada de simbolismo (de ese simbolismo sencillo y universal) que en algunos momentos uno no sabe si está leyendo o si está soñando. He tenido la sensación, además, de estar leyendo dos cosas a la vez: no sólo descifraba las letras del abecedario, también me las tenía con un sistema más complejo de comunicación solapado a las letras que, de tanto en tanto, hacía por decirme algo misterioso.

Todavía me pregunto desde dónde escribe Stifter. Su extraordinaria sinceridad, sus descripciones detalladas de paisajes perfectos y/o misteriosos, las verdades que revela, lo hacen de este mundo, pero el mero acto de leer sus tranquilas y aparentemente inocentes frases apunta hacia ubicaciones mucho más remotas. El talento de este hombre fue tan desmedido que no sólo es capaz de colapsar nuestra consciencia, también nos espolea el inconsciente. No hay otra forma de explicar esta especie de ritual iniciático que es la apertura del libro Brigitta.

Brigitta posee elementos formales curiosos, pero en este sentido no inventa nada. La historia me recordó a la que se cuenta en La ajorca de oro, no la leyenda de Bécquer, me refiero al libro que escribió el príncipe Llangô Adigal, una de las cumbres de la literatura tamil. Como en este libro, hay en Brigitta cierto propósito aleccionador.

Los personajes que crea Stifter han rechazado la sociedad y el entorno urbano. Todos han conocido la enaltecedora riqueza y el ardoroso lujo. La fatalidad urde una trama para que algunos se rediman. Acaban habitando páramos desolados que recuerdan al alma de la especie. Sus vidas aman el orden y la virtud, y sus días son esfuerzos repetidos tratando de obtener algún fruto de los pedregales y de las estepas húngaras. No es casual que pensara en S. Agustín.

Imposible agotar mi admiración en unas pocas frases. Tampoco mi perplejidad: El nombre de Stifter lo oí por primera vez hace un par de semanas. Leo en el prólogo que Nietzsche, Hofmannsthal (por éste lo conozco yo), Kafka, Rilke, Benjamin, Mann y Hesse lo admiraron. Yo añadiré que los elefantes no admiran a las hormigas.

Hofmannsthal dice que sus grandes obras son dos novelas de mayor extensión: El verano tardío y Witiko. La primera ya no habrá modo de relegarla (o regalarla) al olvido, la segunda todavía ningún editor ha osado publicarla en esta lengua.

Decía Bataille que “una buena crítica debería funcionar como una guillotina, de ella debería salir más bien sangre que otra cosa”. Dios nos libre, que solía decirse. La mayoría de los jueces literarios de la época infravaloraron a Stifter, lo tomaron por otro. Supongo que tendrán algo que ver estas equivocaciones en serie con la poca difusión de sus obras fuera de Alemania. Pero esto es algo que va cambiar, porque no puede ser de otra manera.

Leí la edición de Bartleby. Supongo que parte del mérito de lo que yo leí le corresponde al traductor, que también es el autor de un prólogo singularmente inteligente. Ibon Zubiaur se llama.