domingo, 19 de septiembre de 2010

El lago, E.L. Doctorow


Este verano me dio por releer esta obra de Doctorow. Recordaba muy poco, casi nada de lo que pasaba por estas páginas que tenía, un día tras otro, justo detrás de mí y a la altura del lóbulo izquierdo de mi oreja. La juventud, la inercia de algún sentimiento obsesivo o desatento no me impidieron entender (aquella primera vez) que me perdía mucho. Todo hubiera quedado ahí, pero frente al ordenador todavía pienso, es decir, cambio de posición, y siempre me encontraba con EL LAGO (justo encima del rombo seccionado de Argos-Vergara), y yo tuve siempre esa tendencia infantil a abrir los aparatos de radio y los ojos de aprender.

Años 30. La Gran Depresión en EEUU. Personajes absurdos con variable poder adquisitivo, con una lucidez intermitente producto más que nada de la probabilidad, escriben esta novela coral que rezuma ironía, inteligencia, humor y acrobacias posmodernas. Desconcertante al principio, la novela no tarda en merodear el entusiasmo del lector. Diálogos a ciegas, poemas exagerados llenos de verdades y humor, párrafos de una genialidad sobrecogedora, situaciones grotescas que obligan por contraste a mirar a lo lejos. Lectura rápida y placentera como pocas.

Mención aparte haré de Clara, uno de los personajes, que Doctorow retrata en tres párrafos distantes con una precisión de reloj atómico.

“Creo que era inconsciente de su don, del hecho de que su presencia ocupaba un gran espacio moral a su alrededor, aunque era sorprendentemente menuda, el cuerpo de huesos pequeños con hombros angostos. No había nada imponente en ella excepto la alarmante dimensión de sus estados de ánimo.” (Nótese que la descripción física deviene mera apostilla de la otra).

“Siempre era así, intensa y directa con aquello en que se fijara aunque fuera un insulto para todo lo demás. No era esnobismo ni nada semejante… de hecho ella no era consciente de su interés por una situación y creo que aquél era el núcleo de su fuerza y de su efecto. No entendía nada de cortesía en el sentido de que no se sentía sujeta a ella. Proclamaba sus sentimientos y sufría las consecuencias.”

“Clara tenía una visión despiadada del mundo. Carecía de principios visibles. Cada uno de sus estados de ánimo y de sus sentimientos era intenso y fiel a sí mismo… aunque no al anterior ni al posterior. Se encendía y se apagaba como las horas del día.”

Y luego el humor desatado en torno de Warren Penfield… yo casi me llamo así. Qué grande Doctorow. Da cierta pena hablar de un libro difícil de encontrar, porque el énfasis por compartir acaba obstaculizado por las rudas tareas de la edición, la distribución, y cosas similares. Ahora lo pienso y casi se me van los ánimos, pero la Transformada de Laplace también tiene inversa. Porque vuelvo a repasar el libro y me encuentro con algunas frases subrayadas:

“No sabría explicar qué quería yo de la pobre Libby pero todo lo que hacía era para conseguirlo.”

“Cuando no eres nadie y no tienes nada, dependes de tus desgracias para respetarte a ti mismo.”

“Me he pasado la vida entendiendo sentimientos, sí, los míos y los de los demás, a eso me dedico, eso es lo que hacen los poetas, eso es lo que se supone que hacen los poetas.”

“Ni una sola vez reflexioné en la forma peculiar de plegarse a mis deseos que tenía la vida en los últimos tiempos.”

“Pasamos por puentes de hierro con suelo enmaderado recuerdo ríos congelados con remolinos de espuma amarilla recuerdo bosques enteros de siemprevivas cristalizadas en hielo, luz pulverizada, tuve que atarme un trozo de cartón sobre los ojos para ver el camino.”

Inolvidable novela de este viejo profesor que sigue (eso sí pueden comprobarlo) en buena forma. El aire decadente de sus personajes se funde con la percepción de un espacio vasto como el mapa de su patria (la de ellos, o la de él). Desde la fealdad y lo rocambolesco Doctorow tiende un puente por el que pasa un hilo de inteligencia última. Que... ¿adónde va? Al lector, claro, al lector.

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