lunes, 21 de septiembre de 2009
Cuentos de la selva, Horacio Quiroga
No me imagino cómo son las noches de la jungla. La soledad en medio de ese todo verde del origen puede saber a expiación y a Dios, a miedo y a prisión desorbitada. Horacio, que vivía en Buenos Aires, quiso cultivar algodonales en ese mundo indómito. En Misiones pasaría algunos años con su primera mujer. Tuvo con ella dos hijos, Eglé y Darío, que fueron el auditorio natural de estos cuentos exquisitos.
En Cuentos de la selva se recogen 8 historias de extensión más o menos uniforme cuyos principales protagonistas son los animales. Tortugas, flamencos, loros, yacarés, abejas… apaciguaron el fuego creativo de este hombre en esa soledad premeditada y endulzaron las tardes y las noches de sus dos hijos pequeños.
En algún cuento se sabe que Horacio Quiroga conocía a Kipling (su libro Los cuentos de así fue, que tanto alabó Borges); en otros se toca la fábula clásica, aunque su moraleja es difusa; la problemática relación del hombre con su entorno lo ocupa en algún relato; en otro se intuye que los protagonistas son sus hijos. La edición que compré (una de Anaya, del año 2001) tiene un prólogo y un cuento al final de Pablo Schmilovich. En ese último cuento se narra la posible vuelta de los hijos de Quiroga a las tierras que los vieron crecer y el encuentro con los animales que aparecen en las historias que su padre escribió.
A Horacio Quiroga se le considera uno de los maestros del cuento. Es probable que así sea: los cuentos de este libro o rozan la perfección o la tocan con soltura. Leo en el prólogo que sentía admiración por Dumas, Scott, Dickens, Balzac, Zola, Maupassant, Bécquer y Poe. Creo que esto no es excepcional. Sí lo es el hecho de que consiguiera escritos profundamente originales partiendo de bases tan puntuales y públicas.
Hay en estas páginas (y en casi todas las otras de Quiroga que he leído) una rara melancolía cuya percepción es un grato alimento para el alma. En ese sentido, Cuentos de la selva, que suele catalogarse como literatura infantil, no es un libro para niños.
El lector que visite este post puede encontrar en otros lugares más detalles de la vida de Horacio Quiroga. Baste decir que la carretera que llevaba a su paz y a su tranquilidad tenía baches inauditos, y fue cortada muchas veces por asaltadores, desprendimientos, y otros imprevistos azares.
Leí esta obra, dormida desde hacía tiempo en mis estantes, para el sueño de mi hija. La descubrí en voz alta al mismo tiempo que ella. Impostaba la voz, gesticulaba, pero sentía por debajo (y tragaba saliva) la buena literatura, esa turbia felicidad de mis dichosas sinapsis.
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