sábado, 10 de octubre de 2009

El niño prodigio, Irène Némirovsky


El kukicha es un té que se elabora con finos tallos de al menos tres años de edad. Apenas contiene alcaloides y conserva un aroma de tierra vivificante que, a fuerza de costumbre, me sabe ya a noches de lectura. También me acompañó esta vez con este libro raro.

Irène Némirovsky no tenía más de 24 años cuando escribió este relato. Fue el primero que pudo leer el público y es ya, salvo el principio, una lección de Literatura. Con una escritura clara y sencilla, la autora se adentra en la psicología cíclica de los casos perdidos, de esos hombres derrotados cuyo obcecado amor vagabundea en las áridas zonas de la pena.

Amor y talento son las grandes palabras de este libro. Ismael es un niño judío que aprende muy rápido el alfabeto y los versos sagrados. De padres trabajadores y ocupados, completa su niñez merodeando por los bajos fondos de una ciudad portuaria. Aprende las canciones de los marineros cansados y bebe el alcohol de los hombres. Acaba por ser uno más en las tabernas. Su talento natural para los versos es reconocido por todos, y sus canciones improvisadas son un bálsamo eficaz para la audiencia borracha. Entabla amistad con un hombre de la clase alta y acaba por ser el protegido de una aristócrata. Ismael conoce el lujo y el amor tempranero, pues acaba enamorándose de su protectora al despuntar su adolescencia. Crece solo y solo se hace hombre. Con los gastos pagados, ocupa los días tratando de atrapar versos memorables. Con ayuda de los libros trata de aprender lo que ya sabía. Pero eso no para en bien, y el protagonista sufre su mediocridad. Ya hombre es despreciado por la que fue su mecenas y vuelve con los padres, y a las tabernas. Desconoce qué fue de su talento. Pero allí encuentra a ese hombre de la clase alta, que fue un día poeta famoso, con los mismos problemas. El final es trágico y expeditivo.

En el Dr. Zhivago, Pasternak enlaza las casualidades de tal modo que el destino se supera. Acaban conformando una mecánica novedosa, y el extenso país que es Rusia podría no exceder los límites habituales de un tablero de ajedrez. Ya antes, dichas casualidades habían tenido un papel importante en el cuento ruso, mucho más que lo habitual en otras patrias. Autores como Lermontov, Afanásiev, Pushkin (sobre todo Pushkin), Sholojov… las habían utilizado a modo de juego de espejos, o como moralejas de cañón recortado. Irène Némirovsky recurre a un final tipificado, pero sus resultados son exquisitos por la generosa extensión del cuento y por el tema de fondo: el talento.

Muchos han sido los hombres que han dejado de hacer bien aquello en lo que eran excelentes. Muchas son las cualidades humanas que se pierden en las cunetas de los caminos que deberían mejorarlas. El niño protagonista de este cuento ignora lo que ha hecho para extraviar su don. Lo mismo que el hombre de la clase alta. Es este quien, en un entrecortado monólogo exclama: “Dios Todopoderoso, ¿por qué me has arrebatado lo que Tú mismo me habías dado?”. Jesús de Nazaret exclamó en la cruz: “Elí, Elí, ¿lamma sabacthani?” (Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?). El tema es, desde luego, eterno, y la intuición de la autora lo transforma en una especie de carrusel de sugerencias que una semana de noches y un par de lecturas no ha agotado. Le sigo dando vueltas.

Antes he hablado mal del principio. Me resulta un tanto desgarbado, pero pasa pronto: cuando esta autora se pone a escribir de lo que quiere tratar las genialidades le vienen como por castigo. En sus frases cortas y claras resuenan los siglos como campanas de luz y deambula esa sensación indescriptible y gigante de estar leyendo a Irène Némirovsky. Su unicidad en el universo literario, tan rotunda y sin aspavientos, es un indicador de su talento, que no se agotó nunca.

Causa dolor imaginar que la sensibilidad de esta autora habitó Auschwitz, y que en ese lugar murió a causa del poder excesivo, que siempre es loco (cuando el poder no tiene competidores él mismo se lleva a la perdición, aunque se lleva a muchos por delante). Nos dejó sus libros o sus momentos solitarios, que dedicó al mundo.

La escritura de esta mujer emana una luz lejana, como de estrella. Yo la he sentido físicamente. El mero recuerdo de sus libros la conserva. Dichosos los que la hallan.

1 comentario:

ana dijo...

La he descubierto hace poco, en Suite Francesa.

Esta reseña es preciosa.

Gracias.