martes, 7 de julio de 2009

Foe, J. M. Coetzee


Robinson Crusoe, Ulises, Don Quijote, Sherlock Holmes, Fausto… la lista larga pero finita de personajes imaginarios que pasan de una generación a otra sin que el tiempo les afecte. La altura mítica de estas creaciones, unas más, otras menos, acaban conformando el imaginario colectivo, ya no mediante la lectura de las obras sino mediante el poder de las imágenes que se han desprendido de sus páginas. La vida solitaria de un hombre en una isla, el retorno de un guerrero a la patria después de la victoria, la confusión de la realidad y la ficción por parte de un hidalgo…, una vida cualquiera, si es vivida con atención, se solapa con estos grandes personajes, con estos grandes símbolos. Por eso la buena literatura tiene lo suyo de ritual iniciático.

Foe (su nombre ya nos revela algo) es una novela-satélite en torno a Robinson Crusoe, de Daniel Defoe. Pero saca a relucir temas que no pueden intuirse en la novela de Defoe. Robinson Crusoe habla de la supervivencia, la soledad, la religión y el destino (quizá en orden inverso); Foe habla de la creación, el lenguaje y la soledad.

Susan Barton (nótese la ironía del apellido) naufraga en la misma isla que Cruso, es acogida por él y por Viernes, vive con ellos cerca de un año y es rescatada por un barco que los lleva de vuelta a Inglaterra. Cruso muere en el viaje de vuelta. La mujer decide contar su historia, pero para ello recurre a un escritor, pues ella se ve incapaz de levantar una obra literaria con la monotonía vivida en una isla perdida del Pacífico, donde todos los días son un día. Ella lo dice así: “…porque aunque mi historia explica la verdad, no explica la sustancia de la verdad”, lo cual nos remite a aquello que dijimos en la reseña de Contra Apión.

El libro tiene cuatro partes: el relato de los acontecimientos de la isla de Susan Barton, los correos que ésta le escribe a Foe (que se encuentra escondido: Defoe fue espía) a fin de puntualizar algunos puntos de vista o sugerir novedades que se revelan a posteriori, un encuentro y diálogo abierto con Foe, un tributo a la inmortalidad del propio Robinson Crusoe.

Coetzee es un maestro de la escritura. Hay muchas páginas que supondrían un grave peligro para otros escritores, pero Coetzee sale del paso con una soltura poco habitual. Hay una sensación de ejercicio a vuelapluma, muchas veces sobre la cuerda floja del sentido, pero una y otra vez el libro es capaz de cruzar el vacío amenazante. Esto aporta a la obra gran ligereza, pero a la vez hondura en los temas que abarca.

La historia de sus páginas no es relevante, de hecho está reducida a la mínima expresión. Las reflexiones que sugieren el mito de Crusoe sí. Y aunque están escritas no pueden acabarse porque apuntan directamente al acto creativo, al acto literario.

Aparte de la de Susan Barton hay más ironía en los nombres: Foe es Defoe, Cruso es Crusoe, pero Viernes es Viernes. No sé qué motivos puede haber en un sudafricano para mantener, únicamente, el nombre de Viernes. Deben de haber muchos que se me escapan, quizá no haya ninguno en especial. Lo que yo intuí me pareció brillante, o más: resplandeciente.

Edmond Rostand supo que viviría siempre a la sombra de Cyrano. Defoe también lo supo y más de una sonrisa de entendimiento se le debió escapar en sus últimos años pasados entre la penuria y el olvido. Es lo que suele pasar a los creadores de los grandes mitos: sus creaciones acaban siendo de todos. Como si a Prometeo lo castigaran los hombres, no los dioses.

1 comentario:

Patricia Alvarez dijo...

Magnífica reseña :-)
Me quedo con a duda a que se refiere el apellido Barton...