martes, 14 de julio de 2009

Las aventuras del valiente soldado Svejk, Jaroslav Hasek


Pongamos que Kafka y Hasek tuvieron un amigo en común. En algún momento, dicho amigo fue detenido por alguna bobería, delatado por algún desconocido envidioso o bromista. ¿De qué se le acusa? No se sabe. Nada puede esclarecerse, es inútil: en determinadas épocas el crimen de los presos no es otro que el de ser hechos presos. Así empieza El proceso (que es un libro en el que no se sabe qué es de Kafka y qué es de Dostoievski), así empiezan Las aventuras del valiente soldado Svejk. El amigo en común pudo ser cualquier habitante de Praga, pero también Crimen y Castigo (a Raskolnikov le pasa algo similar unos años antes).

Kafka y Hasek vivieron ambos en la capital de la República Checa de hoy, nacieron en 1883, vivieron los mismos años (±1), a los dos se los llevó la tuberculosis y sus respectivas obras resisten el paso de los tiempos (hoy tengo la sensación de que el tiempo, si existe, es plural). Sin embargo ahí acaban las coincidencias. Kafka buscó el silencio de la soledad, Hasek prefería las ruidosas tabernas; Kafka era vegetariano y abstemio, Hasek durmió, resacoso, a la intemperie; Kafka era un hombre con problemas, Hasek no tanto, pero se los buscaba.

Las aventuras del valiente soldado Svejk es un libro repleto de vida. Muchos de sus personajes son reales, con el agravante (hoy ya atenuado) de que también lo son sus nombres propios. El autor quiso publicar seis volúmenes, pero su muerte temprana le impidió los dos últimos. El que reseño es el primero, que se desarrolla en la retaguardia de la Gran Guerra.

Svejk es un vendedor de perros que es hecho preso después del asesinato de Sarajevo (qué nombre más bonito Sarajevo). En esos momentos todos son sospechosos de conspiración. Su locuacidad, su estupidez, que él mismo hace servir como carta de presentación, le hacen superar problemas frente a los cuales otra gente sucumbe. Sus comentarios, sus peculiares historias, iluminan con humor la triste época que le toca vivir. El resultado es un crítica gigante contra todo el sistema imperialista y burocratizado que no ha parado de crecer desde entonces, aunque se simuló su destrucción.

Svejk, en la guerra, se burla de la guerra; como ayudante de un capellán castrense se burla de la religión, como asistente de un oficial se burla del ejército; como persona, por mucho que sea tonta y lo diga, se burla de la estupidez absurda de los hombres.

Hasek interviene de forma directa algunas veces, generalmente al principio de los capítulos, con una seriedad que contrasta con el ambiente jocoso de la novela. Son irrupciones acertadas, que aportan una fuerte carga dramática. Esto hace que la risa, que puede ser frecuente leyendo este libro, surja un tanto cargada de tristeza. Por ejemplo, antes de un capítulo desternillante puede leerse esto:

“Los preparativos para llevar a la gente a la muerte siempre se han hecho en nombre de Dios, o de algún otro supuesto ser supremo que le humanidad haya imaginado.
Antes de que los antiguos fenicios cortaran el cuello a un prisionero de guerra, celebraban un pomposo rito de culto sagrado. Algunos milenios más tarde, las nuevas generaciones harían lo mismo antes de ir a la guerra y matar a sus enemigos con espadas y armas de fuego.
Los caníbales de las islas de Guinea y de Polinesia hacen sacrificios a sus dioses y ejecutan una gran variedad de rituales religiosos antes de devorar festivamente a sus prisioneros de guerra, o a las personas inservibles como los misioneros, los representantes comerciales o los que simplemente son curiosos. Como la cultura de la casulla todavía no ha llegado a los lugares donde viven, se adornan las nalgas con guirnaldas hechas de las coloridas plumas de los pájaros de la selva.
Antes de quemar a sus víctimas en la hoguera, la Santa Inquisición celebraba la más solemne de las ceremonias religiosas, la sagrada misa cantada.
Los curas siempre han desempeñado un importante papel durante las ejecuciones, al importunar a los culpados con su presencia. En Prusia es un pastor quien lleva al pobre condenado hasta el hacha. En Austria, un sacerdote católico lo conduce a la horca; en Francia, a la guillotina; en América, a la silla eléctrica; en España, al garrote. Y en Rusia, un pope barbudo lleva a los revolucionarios a la muerte.”


Luego sigue Svejk y las sonrisas, pero ya está dicho.

En los discursos de Svejk saltan como chispas frases de una lucidez desorbitada: “A nadie nunca le han importado los inocentes” (Hannah Arendt demostrará después de la 2ª G.M. cómo los apátridas criminales tenían derechos, pero por ser criminales, y millones de desplazados sin delitos quedaban atrapados en esa pesadilla de no saber si existían); “Si todos fuésemos siempre honestos con los demás, pronto nos estaríamos matando los unos a los otros”; “Lo que me gustaría es cómo van a ser ahora, con la guerra, los entierros militares”…

Resumiendo: excelente libro que recomienda la lectura del los tres volúmenes restantes (disponibles en lengua castellana desde el año pasado). La clase culta de la época consideró que poseía un lenguaje vulgar y lo desdeñó. Sin embargo fue un éxito rotundo precisamente por ser claro, vulgar, por hablar como hablan todos. Este libro cuenta lo que cuenta (recurro a la tautología para liberarlo de las garras de la hermenéutica). Lo que es susceptible de ser interpretado es susceptible de ser monopolizado. Esto es lo que suele gustar a las élites, que tanto ensalzaron (esta vez con razón) a Kafka, que ostenta el triste récord de provocar el mayor número de sandeces gestadas en cabezas supuestamente capaces.

Hasek combatió en los dos bandos de la Gran Guerra, fue vendedor de perros, escritor, fundador de un partido (Partido del lento progreso dentro de los límites de la ley, se llamaba), se casó dos veces y pasó parte de su vida en Rusia. Notó el sinsentido de las guerras, lo absurdo de las pretensiones humanas, se burló en cuanto pudo de todos y de todo, pero lo hizo con seriedad, lo hizo bien. Mantuvo la cordura necesaria para escribir una obra memorable en una época difícil, en la cual un poeta exclamaba (se trata del Himno al odio, de Heinrich Vierordt, y sale en el libro):

Amontonemos los huesos humanos
y las carnes aún calientes
hasta sobrepasar las nubes y las cimas de las montañas.

Que juzgue el lector la tristeza de estos versos y, si quiere, la cosa completa:

http://books.google.es/books?id=o2rGLwhXIaUC&pg=PA34&lpg=PA34&dq=heinrich+vierordt+poet+german&source=bl&ots=7hWh3fYvuP&sig=zDeNYXEGEORw39Y0eaGLWlwI88Q&hl=es&ei=QHpcSsKSCY-MjAfmzeXRDQ&sa=X&oi=book_result&ct=result&resnum=3

Hay formas muy tristes de ser recordado.

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