martes, 29 de septiembre de 2009

Una reseña de Borges


A todo buen lector le habrá alcanzado la pena de unos días sin libros destacables. En mi caso, la crisis y la aversión por la lectura de pantalla se han aliado para impedir que este post siga la rutina que yo mismo elegí.

He tenido que recuperar libros perdidos en mis estantes que conservaban las huellas del lector adolescente que fui un día. Al leerlos, esta vez hasta el final, he lamentado no haberme equivocado entonces, cuando los olvidé a mitad. Me quedo, sin embargo, con un momento feliz: en uno de esos libros he rescatado una estampita de mi primera comunión.

Comentar libros malos (libros que nos parecen malos) no me resulta, a priori, una idea muy brillante. La verdad es que los libros malos son raros. Yo diría que los libros que llamamos malos son los que deberíamos llamar mediocres. Son libros cuya lectura, por diversos motivos que ya vendrán al caso, nos parece maquinal, apagada, como el libro de instrucciones de una lavadora o la garantía de la Thermomix. Pobres páginas cuyas bondades percibe el lector turbias y lejanas. Aun así puede consolarnos la historia que se cuenta, los ecos de otros libros, y, en el peor de los casos, la dosis de papel entre los dedos. Es muy fácil no escribir un libro admirable, pero requiere un arte inverso escribir un libro que cargue contra sí mismo.

Copiaré a continuación una reseña que hizo Borges en la Revista Multicolor (Nº 20). Comenta un libro malo. Es, sin ninguna duda, la crítica más dura que he podido leer. Es tan implacable que alguna vez noté que el propio Borges salía malparado. Omito el nombre del libro que se reseña. También el del autor (baste decir que no hay rastro de sus versos en la red). Dejando de lado la compasión, pienso un par de razones para callarlos: el propio Borges se olvidó de casi todo lo que hasta la fecha (1933) había escrito, yo no sé si aquel joven erudito supo que perdurarían estas páginas o si las escribió para la ocasión y para el olvido; para qué unir un nombre a la sonrisas que igual nos surgirán (Borges supo más tarde que todos los libros son anónimos)…

Lo que sigue, ya se notará, es de J. L. Borges.



Este libro, curiosa antología del error, agota las maneras más diversas de eludir la poesía. El escritor (de algún modo hemos de llamarlo) exhuma los errores peculiares de Julio Herrera y Reissig, como si los actuales no le bastaran. Maneja con igual naturalidad la cursilería del pasado mañana y la de anteayer. Suele cultivar las variantes:

El buen oído se goza en el silencio;
en la fina y serena comarca del silencio,
en la honda y sedante caricia del silencio,
en la quieta guitarra del silencio,
en la fresca cisterna del silencio,
en la copa de oro del silencio.

También las voces matemáticas para simular precisión:

Un ángulo de garzas en azul metálico
progresando hacia el decaimiento de la tarde
por el camino ideal de un paralelo
me sumerge en la conciencia del Transcurso.

También la deliberada pedantería (ya acometida victoriosamente en la estrofa anterior, norma de versos indecibles):

Ah! Tender las velas desde el cono de sombra propicia
atravesando torvos océanos de luces herméticas,
islas radiantes, cruzar toda la leche de Hera
singlando a más distantes nébulas extragalácticas!

También el mero balbuceo de palabras goteadas, que quiere ser confundido con laconismo:

Tarde de plata.
Anteojos. Péndulos. Acanto.
Camino de palmeras hacia la fuente.

Física del mundo.
Vivir ahí. Lila de las glicinas
Rostro de puras líneas frescas y ruborosas.
Tu grácil elegancia arqueada sobre el agua.
Dueños aquí por siempre. Olvidar lo pasado
Cada semana. Claveles y silencio.

También la alegoría en todo su horror:

Atravesaba a nado el mar de los problemas
para aspirar la flor de una hermosura nueva…
Sus brazadas medían las concavidades,
y desde la garrocha de una hipótesis
adornaba los montes de parábolas.

También las órdenes despóticas, de ejecución más bien improbable:

Alma mía, decanta la esencia de tu goce,
Depura la rudeza de la forma prístina,
decora de elegancia tu recia varonía.

También los imprudentes consejos:

Confía en el motor de tus razonamientos,
en el goniómetro de tu agudeza,
en la esencia de tu cultura,
e impulsa tus aviones a todas las estrellas,
y hazlos dar saltos y loopings sobre lo absurdo.

También el helenismo y la sastrería:

Quisiera ir al país de la alegoría
para tenderme bajo los sombríos matorrales
a acariciar mis pensamientos sobre lo bello;
para usar una túnica como la de Mercurio,
y hundir mis manos en las cabelleras de naranja
de las gracias danzantes, y competir con el dios aéreo
en el juego elegante que entreabre las gasas.

De otros errores es espejo y norma el señor XXXXXmil, pero no puedo transcribir todo el libro. Recomiendo su examen apasionado, a los curiosos y amateurs del mal gusto, entre quienes me cuento. Casi descreo del placer de los libros buenos; prefiero el de los malos.

1 comentario:

El blog de Mila dijo...

Muy aleccionadora la crítica de Borges. Todos nos sentimso a veces un poco el escritor mediocre. Siempre viene bien una cura de humildad.
Bueno y espero que esa crisis sea pasajera.....

Un abrazo.
Mila